68. Una cuestión de fe

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El aire huele a incienso.

Las trompetas y tambores rompen el silencio.

La figura de Cristo crucificado se mece al ritmo de la música.

Y es mi padre quien le guía por las calles de Sevilla.

Él es la razón por la que estamos aquí.

Yo no vivo la Semana Santa como ellos, como muchos de mis vecinos. Con ese furor, con esa fe, con ese sentimiento. Tampoco diría que me disgusta. No puedo. Aprecio el arte y me siento orgullosa de la tradición, hablo de ella allá por donde voy. Sé que es uno de los grandes atractivos de donde vivo, y también sé que llama la atención por su escala, por la devoción que genera. Incluso a los más ateos puede sorprender. Pero para mí la Semana Santa es algo más. Es mi familia, son recuerdos. Es parte de donde vengo. De mi ciudad.

A mí el olor a incienso me lleva a cuando era pequeña. A mis abuelos vistiéndome de nazarena. Es mi hermano haciendo bolas de cera con la vela, mi hermana llevando el estandarte, mi madre pendiente de que no le faltara agua a nadie. Pero, sobre todo, es mi padre. Antes, cuando cargaba el peso del paso en su espalda. Ahora, que lleva años y años cumpliendo su sueño de ser capataz. De ser los ojos de quienes bajo el paso, le prestan sus piernas al Cristo de la Sed.

Así que... Aunque no me considere una capillita, como aquí llamamos a los seguidores más fieles de la Semana Santa, sí que tiene un valor sentimental para mí. El de la tradición, el de mi familia. Mi infancia y mis recuerdos. Papá.

—Elena, ven. ¿Quiere' llamá tú?

—¡Síiiiii! —responde ella, que corre hacia su abuelo sin ni siquiera preguntarnos.

No puedo evitar sentirme reflejada. Yo también me volvía loca cuando mi padre me dejaba darle al llamador. Y es que mi hija está creciendo como yo. En esta ciudad, respirando esta fe y esta devoción. No sé si seguirá sintiendo lo mismo por la Semana Santa en unos años, si querrá formar parte de ella o se irá separando a medida que crezca, como me pasó a mí... Lo que sí sé es que para ella también tendrá un valor. El de la tradición de sus abuelos, de la ciudad en la que crece. Sevilla, donde también nació su mami.

Saco el móvil para grabarlo. Quiero que ella también tenga estos recuerdos grabados cuando sea mayor... Pero parece que alguien se me ha adelantado.

—Enfoca bien, ¿eh, mamá? —le advierto al ver que ya está filmando el momento con su pedazo de móvil. Es grandísimo, para ver bien la pantalla.

Aprovecho entonces para hacer una videollamada con el norte, con la otra mitad de nuestra familia. Lo bonito de las tradiciones son compartirlas. Y yo no puedo dejar que los Lacunza se pierdan este momento de Elena.

—¡Hola, María! Te llamo porque la niña va a dar-.

—No te escucho bien, cariño. ¿Dónde estás metida? Ah, ya, ya, me dijo Natalia que teníais procesión.

—Elena va a darle al llamador—le grito más fuerte, intentando superar el barullo de la calle.

—¡¡Ay, no me digas!! —responde, y algo más que no logro escuchar. Solo a mí se me ocurre hacer una videollamada aquí en medio. Confío en el silencio que invocará mi padre cuando hable, porque vaya jaleo.

—Saluda, amor—le pido a Nat, que lleva toda la procesión completamente desconectada. Y no es para menos. Ha tenido una tarde dura, y este tipo de eventos no le gustan nada... Pero ha insistido en venir por mi padre.

—No veas la niña, el enchufe que tiene—bromea divertida, fingiendo no haber tenido un día de mierda. Cómo la admiro.

—¡¡Consuegra!! Ay, ojalá estuviera' aquí, mi arma. La primera levantá de la niña, qué ilusión. La Alba la hiso con la misma edá. ¡¡Dale la güerta a la cámara, que al finá no lo va a vé!! —me golpea el teléfono. Más le vale a ella que lo esté grabando bien.

Ohana - (1001 Cuentos de Albalia)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora