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Las visitas, pueden ser agradables dependiendo de la persona, el humor en que te encuentres o el motivo de su visita. Aunque, sabemos que no siempre llegan a ser tan placenteras, más aún cuándo te obligan a tratar bien al invitado que desconoces.
Ace, el conejo blanco de esta generación (Aunque de blanco no tiene nada), se encontraba en caminó a darle la bienvenida al nuevo huésped que apareció de la nada en su mundo, y todo por orden de su reina.
—Malditos humanos, aparecen cuando se meten a ese hoyo. ¿¡Acaso son tan idiotas!? —murmuraba molestó, observando su reloj después de cada palabra. Sus pasos eran acelerados y su rabo se movía desenfrenado por el tiempo de retrasó que tenía, y todo por culpa de la tonta liebre de Deuce—. No debí entretenerme con Deuce —paro en secó al momento que captó el sonido de un gritó. Sus instintos le pedían huir de ése lugar, pero su moral le exigía otra cosa.
«A veces odió ser un conejo» pensó molestó, acercándose al lugar de dónde provino aquél gritó. Su pecho se hinchaba cada vez más, su nariz se movía sin control y sus orejas se encontraban bajas a cada lado de su cabeza.
Mientras más se adentraba unos sollozos eran audibles, el miedo que carcomía su cuerpo comenzaba a desvanecerse y su preocupación empezaba a flotar. Bastaron cinco pasos más para poder visualizar a un chico de tez morena, llorando en medio del bosque con las parlanchinas flores molestándolo.
—¿Está llorando, Rosa? —una azucena volteó a ver a la nombrada quien miraba indiferente al chico.
—Eso le pasa, por atrevido. ¿Cómo se atreve a tocarme? —dijo molesta, las demás flores murmuraban sin dejar de mirar al llorón chico que tenía una espina en su mano—.
—Tiene razón, no sólo tocó a Rosa también piso mis raíces —comento la Margarita levantando las susodichas raíces. Las demás flores hacían sonidos de sorpresa al ver las pocas lágrimas que brotaban de sus ojos.
