61. Kintsugi

1.3K 99 12
                                    

Hay momentos que te cambian, te transforman en una persona que no conoces. Momentos que te destrozan como un plato de cerámica, y luego tienes que recomponerte , como los japoneses hacen con el kintsugi, pero nunca vuelves a ser la misma, eres una reconstrucción de lo que eras.
Eso me pasó con él, me destrozó y luego tuve que buscar durante años esas piezas para volver a encontrarme, aunque nunca lo conseguí del todo.
Cuando quieres con toda tu alma a una persona y te destroza, nace un nuevo sentimiento, algo igual de potente que el amor, y es el odio.
Tenía dieciséis años.
Juré para los restos que ningún capullo iba a volver a jugar conmigo. Perdí.
Creía que este final supondría mi liberación. Por fin romperíamos esta tensión sexual insana y nos olvidaríamos el uno del otro, pero me siento tan vacía que duele. Siento como si me fuese a romper en cualquier momento y tirar por el suelo todo el trabajo de años. Si vuelvo a romperme no me podré arreglar.
Cojo mi ropa y la tiro a la basura. No quiero mantener nada que me recuerde a esta noche. Necesito un maldito pegamento para volver a arreglarme antes de que me rompa definitivamente, por ello me pongo mi pijama y bajo rápidamente a su planta.
Me merezco un maldito final feliz, me merezco que me quieran y no me follen y me abandonen. Necesito no ahogarme en esta soledad, aunque solo sea por esta noche.
Pego en su puerta con desesperación. Carlos abre con un chandal a modo de pijama y frotándose los ojos por el sueño.
—¿Mayo? —pregunta despertándose.
—Quiero una cita. Quiero miles de citas contigo. Quiero que me dejes tu chaqueta cada vez que tenga frío y hacer cientos de picnics en el parque —tiemblo.
Carlos abre los ojos sorprendido y se pone una mano en el rostro.
—Debo de estar soñando —se dice a sí mismo.
Entro en su habitación y me agarro desesperada a su camiseta, notando sus músculos contra mi mano.
—También quiero que me beses —lo miro fijamente.
Carlos suelta la respiración poco a poco y pasa su mano a lo largo de mi mejilla.
—¿Puedo besarte? —me pregunta acariciando mi rostro.
—Por favor, bésame —le suplico.
Y eso hace. Nuestros labios se unen de forma lenta y delicada. Cierra la puerta tras de sí y me apoya contra ella, manteniendo el cariño y los movimientos lentos, pero necesito mucho más. Necesito que borre a Héctor de mi piel.
Intensifico el beso y al principio duda, pero me permite utilizar mi lengua y él hace lo mismo, agarrándome el rostro con más presión.
Agarro su camiseta y se la quito pasando mis dedos por su torso definido. Su estómago se contrae y sus manos siguen pegadas a mi rostro, sin ser capaz de hacer nada más.
Cojo la iniciativa y me quito la camiseta, dejando mis pechos al aire. Me mira sorprendido.
—Abril... ¿estás segura de que quieres hacer esto?
—Muy segura —lo vuelvo a besar.
Sus manos recorren mis pechos, con duda, y lo guío con las mías para que entienda que eso justo es lo que quiero.
Nuestra ropa se va repartiendo poco a poco por la habitación, de forma lenta y pausada, provocando que mi ansia crezca y dejando que mi mente me juegue malas pasadas y piense en Héctor y en la sensación de sus manos sobre mi piel.
Cuando Carlos está encima de mí se pone un preservativo y me acaricia el rostro.
—¿Segura?
—Sí —le sonrío.
El sexo con él es todo lo contrario a como es con Héctor. Carlos es suave, delicado y te idolatra, en cambio, Héctor, es brusco, salvaje y te sientes como un animal que se va intercalando entre presa y depredador, algo que activa la electricidad de tu cuerpo.
Nuestros gemidos se van intensificando mientras me besa la zona del escote y el cuello. Meto las manos por su pelo y disfruto de su tacto tan diferente al de Héctor.
Cuando llegamos al orgasmo, no se va, sino que se tumba a mi lado y acaricia mi piel, haciendo que me sienta especial y querida.
—Eres preciosa —me sonríe  y besa mi frente.
—Tú estás muy bueno —le sonrío para quitar intensidad.
—¡Mayo! Estaba intentando ser romántico —se queja ocultando su rostro en la almohada.
—¡Y yo también!
Ambos comenzamos a reír y me tapa la cara con la almohada.
—¡Ey! —me quejo.
—Te lo mereces —se burla de mí.
Comenzamos una guerra de almohadas que acaba en guerra de cosquillas. El sexo no ha borrado a Héctor de mi piel, pero la risa ha conseguido desplazarlo. Me gusta reírme con Carlos, eso me ayuda a despejarme. Siento que mis piezas están de nuevo pegadas, o al menos más estables que antes. Un plato de cerámica roto, pero a la vez intacto.
Entre risa y risa acabamos besándonos de nuevo y acariciándonos una vez más.
Volvemos a hacerlo, pero es la cara de Héctor en lo último que pienso antes de llegar al orgasmo.

Ex, vecinos y otros desastres naturalesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora