LSR - Capítulo 1 | Encierro

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LA SEGUNDA REBELIÓN

CAPÍTULO 1 | ENCIERRO


«Sólo es libre aquello que existe por las necesidades de su propia naturaleza y cuyos actos se originan exclusivamente dentro de sí».

—Baruch Spinoza.


Escucho los pasos lejanos, los murmullos que se traducen en palabras; los latidos de cada corazón, cómo se transporta el oxígeno a través de las vías respiratorias y cómo se expanden cientos de pares de pulmones; escucho el sonido de los tecleos y la pesadez de los lápices al escribir sobre el papel. Todo lo que sucede afuera de esta oficina llega a mis oídos como si se tratase de un sonido cercano.

Aquí dentro puedo sentir el mecanismo interno del reloj que cuelga en la pared; escucho el agua transportándose por la tubería que se esconde tras el concreto y el aire que se mueve a través de los ductos de ventilación. Puedo escuchar el sonido que producen mis dedos cuando acarician la tela de mi pantalón, y todas estas sensaciones resultan un tanto abrumadoras para mí por una razón que no puedo explicar. Pronto el sonido de la manija de la puerta girándose se introduce en mi tímpano, y los pesados pasos de tacón que estuve percibiendo desde hace unos minutos finalmente hacen presencia, seguidos de un par de botas militares y un par de mocasines.

Observo a quienes se han posicionado frente a mí, sin parpadear ni una sola vez. Mi mecanismo interno dirige mis ojos hacia sus delantales y uniforme, donde sus nombres sobresalen relucientes, y comienzo a formular sus identidades: reconozco a Renée Reed, directora de Torclon; Sergen Craig, cabeza del EMA, y Víctor Russo, director de genética de esta institución científica.

Mi vista permanece fija en cada uno de estos humanos, ya que la de ellos no se desvía de mí. El militar ordena que me ponga de pie y acato la orden con rapidez, como impulsada por un motor.

Renée Reed me observa de arriba abajo con una expresión cuyo sentimiento no logro identificar. Me rodea con lentitud, con sus extraños ojos puestos sobre mí. En su mano lleva una carpeta cuya información permanece oculta con esmero, pues la aprieta contra sí como si temiera que alguien pudiese arrebatársela de las manos. Yo analizo cada detalle de esta mujer: sus ojos cansados, las bolsas oscuras que están bajo sus ojos; su cabello un tanto despeinado, su expresión de frialdad. A mis fosas nasales entra el aroma del cigarro que lanza al piso antes de pisotearlo con sus botas de tacón, justo después de terminar de rodearme.

Aquel militar resulta un tanto familiar, pero entonces me doy cuenta de que nunca lo he visto. Sus musculosos brazos dejan traslucir venas hinchadas, a tal punto que parece que en cualquier momento van a estallar. Russo, el científico, observa a Renée con cierto temor mientras esta me examina a detalle. Este hombre parece ser indefenso. Se pasa la mano por el rostro y se da palmaditas en los cachetes en un intento de mantenerse despierto; sus ojos están inyectados de sangre. El cansancio que denota su expresión no puede ser disimulado por él, por más que lo intente. Tal parece que no ha dormido en días y que su sistema está inyectado con cafeína, pues el tic nervioso de su ojo izquierdo y el leve temblor de sus dedos me otorgan los indicios para creerlo.

El ambiente se torna silencioso, nadie dice una palabra. Ella, con su cabello rojizo manchado con algunas canas, se lleva la mano a la mandíbula, pensativa. Parpadeo con rapidez en un intento de encontrar explicación a la forma en la que me observa, pero no lo logro.

«Faltan cuatro horas, veinte minutos y siete segundos», me digo internamente.

Mis ojos se desvían hacia el científico pocos segundos después.

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