Capítulo 4 | Discordia

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"Basta con que un hombre odie a otro para que el odio vaya corriendo hasta la humanidad entera".

—Jean Paul Sartre.

Sólo bastaron un par de palabras de mi parte para generar discordia entre Tom y yo; un par de palabras para terminar de derrumbar todo un plan; un par de palabras para convertirme en traidora de la Gran Nación. Pero lo más importante, al menos por ahora, es que esas palabras fueron suficientes para salvar a mi hermano.

No obstante, no logro sentirme tranquila. Mientras soy obligada a caminar hacia un lugar que desconozco, rodeada por dos humanoides y habiendo sido separada de los demás hace unos minutos, mi mente no logra concentrarse en la dualidad de la situación que acabo de provocar: nos hemos salvado por poco, ¿pero por cuánto? Pude haber permitido que asesinasen a mi hermano y aun así eso no habría sido suficiente para lograr sobrevivir a esta pesadilla; después de asesinarlo, seguro nos hubieran torturado uno por uno hasta sacarnos información, hasta dejarnos morir. Hemos juramentado silencio a la Gran Nación, lealtad; pero he traicionado esos principios. ¿Ha valido la pena cometer la más profunda de las traiciones a mi patria por salvar a mi propia sangre? Por ahora, la respuesta es sí, pero todavía desconozco las consecuencias. Y es en este momento cuando pienso que ningún entrenamiento es lo suficientemente fuerte como para lograr arrebatarme el instinto de salvar a aquellos a quienes quiero. Por años pensé que podría, pero parece simplemente imposible hacer oídos sordos a los gritos de dolor de las personas a las que más aprecias.

Me guían por un pasillo iluminado con antorchas, y todo el lugar parece seguir el mismo patrón decorativo de aquella estancia circular en la que nos encontrábamos anteriormente; sólo puedo imaginar una estructura tan elegante en la sede de MOC o en la residencia del dirigente de la Gran Nación. El piso, de una baldosa pulida en colores cálidos, tiene algunos patrones en color negro cada tantos pasos. Ambos lados del pasillo están decorados con columnas que se alzan hasta el techo formando arcos, y la pintura en colores verdes, tierra y rojo, a pesar de estar en extremo desgastada, también añade detalles de elegancia al lugar. No me imagino qué era esto hace décadas, antes de caer en abandono y ser posteriormente tomado por los disidentes. Y sólo cuando un dolor punzante invade mi estómago, mi rostro y mi mano derecha, ni siquiera la exquisita decoración logra distraerme de estos síntomas físicos.

Al final del pasillo hay una puerta doble de madera blanca, en la cual me hacen entrar. Me encuentro entonces en una oficina con paredes de madera oscura y tapices azules y verdes, con un gran escritorio de lo que parece ser roble pulido en el centro. Mesas, sillas y estanterías decoran el lugar, pero ni siquiera puedo fijarme en los objetos que contienen porque justo al detenerme en medio de la habitación la falta de adrenalina y movimiento hacen que mis dolores empeoren, y en un momento determinado debo apoyar mi mano izquierda sobre la superficie del escritorio, para evitar caer. Con mi mano derecha, temblorosa, me sostengo el vientre, en un intento inútil de remover el dolor de los golpes recibidos. Mi mano está hinchada y roja, y cuando intento mover los dedos debo ahogar un grito de dolor pues esta tarea resulta imposible.

En definitiva, los estragos de aquella absurda pelea comienzan a hacerse sentir. Cierro mis ojos mientras pienso en las posibles consecuencias de mis acciones, pero lo único que proceso es el cómo la intensidad de nuestras emociones puede llevarnos a niveles inimaginables de irracionalidad. Cuando abro los ojos y levanto mi vista hacia el frente, un sucio y desgastado espejo rectangular que se encuentra en la pared frente a mí me devuelve el reflejo de una Abigail llena de sangre. No obstante, la visión de mí misma dura poco tiempo, pues mi rostro se comienza a deformar en el rostro de otra persona. Repentinamente, el espejo comienza a perder su efecto reflector y una luz blanca e intermitente lo reemplaza, iluminando todo el lugar. Mi cara, entonces, ya no está, y en su lugar está la de una mujer de cabello rojizo y mirada cansada. Mi corazón da un vuelco cuando veo la transmisión en vivo de mi madre; la señal es muy irregular, cortándose de vez en cuando, lo cual me indica que la misma ha sido interceptada de alguna forma por los disidentes. Todavía apoyando una mano sobre el escritorio doy unos pasos hacia delante, con mi boca abriéndose de par en par. En la parte inferior se puede leer "Renée Reed. Directora de TORCLON". Mi madre ha comenzado a hablar, y a pesar de la mala calidad del audio que llega a mí, puedo comprender lo que dice:

DisidenteOù les histoires vivent. Découvrez maintenant