LSR - Epílogo

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«En algún lugar del alma se extienden los desiertos de la pérdida, del dolor fermentado; oscuros páramos agazapados tras los parajes de los días».

—Sealtiel Alatriste


Sólo dos muros quedan en pie en estas antiguas ruinas.

No sé cómo lo logro, pero llego a la cima de la pequeña colina arrastrando a Lugh con las pocas fuerzas que me quedan. Lo dejo detrás de un pequeño montón de piedras rectangulares que en algún momento fueron parte de la estructura de lo que sea que haya sido este lugar. No obstante, no puedo tener un segundo de tranquilidad. A pesar de encontrarme fuera de la visión enemiga, todo mi ser está sumergido en un mar de dolor y no es sólo físico.

Tomo el rostro de Lugh entre mis manos temblorosas. Su piel no se siente como siempre, está fría al tacto; el incomparable cosquilleo que recorre mis dedos cuando lo toco está ausente. Es como si estuviera tocando hielo.

Me cuesta asimilar la situación. Por un instante siento que todo esto solo es parte de una interminable pesadilla de la cual no puedo despertar, pero cuando abro los párpados de Lugh con cuidado, puedo notar de inmediato que el movimiento que se asemeja al líquido en sus iris mercurio no existe. Sus ojos parecen apagados. Es como si estuviera observando al vacío.

Solo en este momento la realidad me golpea con fuerza. Todo mi cuerpo sucumbe ante emociones que no puedo controlar. Ahora, las lágrimas se deslizan con fiereza por mis mejillas y un llanto desgarrador escapa de mi garganta. No aguanto el dolor que mi cuerpo experimenta como producto de los nanos tomando control de mí, es como si estuvieran cortándome por dentro con mil cuchillos, pero preferiría experimentar ese dolor eternamente con tal de poder ver aquellos ojos mercurio iluminándose una vez más.

Mi corazón comienza a doler, un vacío recorre mi pecho, como si algo faltara. Esta vez el dolor emocional sobrepasa al dolor físico. Mis manos no sueltan el rostro de Lugh y las lágrimas en mis ojos no me permiten observar los suyos, que me miran sin parpadear, completamente carentes de vida.

Comienzo a sacudirlo con fuerza; golpeo su pecho; llamo su nombre, pero no responde. Mi mirada se dirige al cielo en un acto que no logro entender, ¿qué podría haber allá arriba que pueda ayudarme a traerlo de vuelta? Entonces, sin importarme si alguien puede escucharme en medio de este desolador paisaje, comienzo a gritar con aflicción. Grito con tanta fuerza que mi garganta comienza a doler, como si estuviese desgarrando mis cuerdas vocales. Grito en un intento de desahogarme, porque la tristeza me consume.

Nunca imaginé que perderlo pudiera doler de esta manera. Perdí a mi nación, perdí mi sistema de creencias, perdí a mi madre, pero el amor que sentía por esas cosas era un amor vacío y ciego. Esto no tiene precio, esto es distinto, es verdadero.

Todo esto es culpa de Renée, ella es la mente maestra detrás de la desactivación humanoide. Esta vez, sin embargo, no puedo estar segura de nada: ¿los desactivaron o los asesinaron? No lo sé.

Mis gritos se transforman con rapidez ante el mero pensamiento de Renée. La tristeza es reemplazada por la ira, por la sed de venganza, por la necesidad de causar daño.

Cuando bajo la mirada del cielo, mis ojos se topan con los de un ser inerte, gris, inmóvil; se trata de una estatua, pero no es Egan. Esta estatua se encuentra de pie contra el muro del fondo: su cabello es largo, su mirada está atormentada, como si sus ojos suplicaran ayuda, tal como los míos han de estar suplicando en este momento. Aquella estatua masculina carga en su espalda un objeto grande en forma de "T"; algunas partes de la misma han caído como obra del paso del tiempo, y una parte de la estatua está cubierta de moho.

DisidenteWhere stories live. Discover now