LIBRO DOS: Veintiuno, parte uno.

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Intenté ahogar la sonrisa que insistía en producirse. Ante mi auténtico fracaso me llevé la mano a la cara y me giré para apartarme del espejo. Me oculté de mi propio reflejo que mostraba a una chica con el cabello despeinado, los labios hinchados y una marca de dientes, de ganas, de deseo, tatuada en el pecho. Unos pezones en punta, un vientre tibio, muy tibio, debido a la excitación latente que osaba anidarse ahí, repartiendo una oleada de sensaciones placenteras que se volvían líquidas entre mis piernas, que horas atrás, habían estado enroscadas a su cintura.

Apoyé la frente en las baldosas del baño, como si estás pudieran transmitir su temperatura helada para atemperarme y desvincularme de las emociones que me embargaban. Mi mente se empeñaba en una serie de pensamientos reiterativos que danzaban por ella a su antojo haciendo elocuentes y sensuales florituras. Si cerraba los párpados un microsegundo, me resultaba inevitable, por completo imposible, no evocar los recuerdos de la noche anterior. Nuestros cuerpos se habían entendido bien, demasiado bien, entre deliciosos besos, suntuosas caricias y gemidos.

Me había gustado verlo con los labios entreabiertos y notar esos incisivos blancos que le tocaba con la punta de la lengua, cuando nuestros besos giraban en una espiral de abrupta necesidad de contacto. Me había encantado sentir esa lengua dispensadora de humedad, que me había embadurnado la piel dejando un rastro de placer.

Mirar esos ojos, grises, intensos, coronados por esos párpados que se mantenían a media asta, pues había sido natural cerrarlos, para permitir que el resto de nuestros sentidos se acompasaran al igual que lo había hecho el sonido de nuestras respiraciones ruidosas. Tocar su cabello de ondulaciones pronunciadas, revuelto por mis dedos que habían tirado de este en consonancia a los latidos de mi excitación, que se habían agolpado en lo más hondo de mi ser.

Mis ojos se desviaron de nuevo al espejo que había estado ignorando. Ladeé el cuerpo para obtener una mejor vista y miré sobre mi hombro mi espalda. Junto a las costuras de mi ropa interior yacían las señales de su paso por mí. Esas manos de dedos demasiados largos y gruesos se habían amoldado a mis formas, presionando de manera indiscriminada mi carne y me habían dejado una serie de huellas de su avance por mi anatomía.

Tomé una foto, para que quedara constancia de las marcas de yemas de dedos que habían coloreado mi piel y de los rasguños de medialuna sobre la curva de mi trasero y se la envié.

«Ingeniero Roca, solicito una indemnización por los daños causados».

Caminé hasta la ducha para abrir el agua caliente, mientras mis entrañas se apretaban y me reía de mi travesura como una tonta. Me dije que lo más probable fuese que pasara mucho rato antes de que pudiera contestarme. Diego, con su crisis de los veinte mil litros de leche, seguramente, estaría muy atareado.

Me regañé por distraerlo, aunque luego pensé que, en realidad, le hacía un bien, no todo podía ser trabajo. Me sorprendió escuchar la vibración de mi teléfono, así que me apresuré a leer.

«Mil disculpas, en cuanto tenga oportunidad las partes afectadas serán veneradas con besos y caricias para resarcir los daños.

Yo también poseo algunos, ¿qué planea hacer para repararlos?»

Me reí licenciosa y comencé a teclear.

«Esos daños no están en un área sensible como la mía, no necesitan ser indemnizados. Si vuelvo a ver esas marcas es posible que incluso me apetezca hacerle un par más, así que mucho cuidado con lo que solicita» —tecleé con picardía, mientras me mordía el labio inferior.

Miré el chat, decía escribiendo así que aguardé a que me contestara.

«Espero que sea una mujer de palabra y cumpla sus amenazas».

A la Máxima (completa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora