Veintisiete, parte uno

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Debía admitir que me estaba haciendo adicta a esa tensión que se creaba cuando dejábamos de vernos. A notar como crecía esa necesidad epidérmica de tocarlo, de sentirlo, de atraerlo hacia mí para llenarme de su tacto suntuoso de manos cálidas y dedos largos. Percibir la textura de los recovecos de su piel deliciosa, el roce de su cabello entre mis muslos, o de su barba de un día contra mi abdomen. Tanto deseo me resultaba intolerable y me encontraba a mí misma pensando en él sin recato. En mi mente se reproducían una serie de imágenes suyas en una sucesión aleatoria, absolutamente deliciosa, de pedacitos de piel. La curva de su abdomen, la erección dura en los pantalones, la forma en que se tocaba el labio pensativo, como se quitaba la camisa y su cara mientras se corría. Mmm, su cara mientras se corría. Me atiborraba de los recuerdos de sus jadeos, de sus exhalaciones entrecortadas, a la vez que rodaba entre las sábanas tibias de mi cama, muy tibias, pues yo ardía.

Lo evoqué con la respiración temblorosa, con el cuerpo caliente, con la mirada aletargada y ese semblante de embobamiento que había puesto cuando le metí la mano entre los calzoncillos para acariciarlo con dedos trémulos, porque me sentía tan nerviosa. Aun así, había estado determinada a lograr algo en él, a volverlo loco y poner en práctica todos los conocimientos que había adquirido de ver documentales sobre sexualidad humana con Natalia o de mi reciente charla con Claudia.

—Estás tan mojado —le dije y él jadeó en respuesta—. Quiero que me enseñes como quieres que te toque, o como quieres que te la chupe —agregué y me puse de rodillas frente a él.

A Diego todo aquello pareció anonadarlo y eso me había inundado el pecho de satisfacción. Me placía demudarlo, hacerlo perder el control y escucharlo con la voz ronca intentar darme indicaciones sobre lo que le gustaba. Me encantaba hacerle preguntas obvias a las que sus jadeos ya respondían «¿te gusta cómo se siente mi lengua? ¿Quieres que siga? ¿quieres que succione más fuerte?». Diego suplicando por más, era una imagen obscena de la cual se alimentaba mi fértil imaginario, que no hacía más que formular maliciosos planes para verlo de nuevo así.

Aquello me hacía escribirle mensajes... En su mayoría los borraba, luego volvía a redactar otros y me preguntaba qué opinaría Diego sí los leyese algún día. Me reía sola de las ideas tan cachondas que se me ocurrían. Lo imaginaba diciéndome, como aquel día en el salón de clases, te estás pasando.

Ansiosa, caminé hasta la cocina, abrí el refrigerador, pero nada se me antojó. Rebusqué en los cajones y encontré una de las paletitas de fresa de Nat, me llevé una a la boca y volví a mi habitación. Mientras la lamía una idea maliciosa revoloteó por mi mente, así que me tomé una foto haciendo uso de aquel artilugio. Solo se me veía media cara con los labios entreabiertos, mientras lamía la paleta en apariencia seductora.

Tras darle el buen visto a la imagen, se la envié. No era una acción del todo premeditada, pero sí vehemente a propósito.

«Creo que acabo de sufrir un paro cardiaco» —respondió casi diez minutos después.

«¿Por qué?» escribí con rapidez.

«Esos labios».

«Ah, cierto, ustedes los hombres tienen una obsesión con que las mujeres se lleven a la boca alimentos de forma provocativa, pues los hace pensar en felaciones».

«Claro que no, es la paleta que se me hace muy atractiva, no tiene nada que ver contigo, ¿de qué sabor es?»

Me reí y por alguna razón aquello desencadenó otra idea perversa en mi mente. Me quité la camiseta y me quedé solo con mi sencilla ropa interior negra. Me solté el cabello y lo dejé caer de medio lado, para tapar mi pecho izquierdo, en donde tenía el moretón que con los días había ido cambiando a una tonalidad verdosa horrible. Luego, me tapé el pezón del otro con la paleta y me tomé unas cuantas fotos en esa pose, sin que se me viese el rostro.

A la Máxima (completa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora