Cuarenta y nueve

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No sé qué debió pasar por la mente de los chicos de seguridad, de la puerta de entrada del bar Magenta, pero su discreción fue notable pues me dejaron pasar de vuelta sin preguntar nada, a pesar de que era la segunda vez que me veían llorando en una noche. Aquello resultaba un poco bochornoso.

Supongo que Nat debió leer en mi rostro que no me apetecía hablar, porque solo me abrazó en un balanceo que imitaba un baile hasta que me calmé y dejé de llorar. Volví a la mesa y me encontré con Brenda que se servía un trago acalorada.

—Hey, ¿estabas hablando con el profesor Roca?

¡Mierda! En mi atontamiento por el alcohol y la presencia de Diego me olvidé por completo de mi amiga.

—Sí —respondí sin más.

—Psss que asco, tú que no lo soportas y que te venga a saludar.

¿Eso era lo que creía que había pasado?

—¿A dónde te fuiste? —preguntó y me entregó un trago—. Te iba a decir que me acompañaras al baño y luego que me giré te habías esfumado.

—Salí un momento... —No terminé la frase, porque ella tiró de mí impaciente en dirección a los baños.

Brenda lucía demasiado alcoholizada, por lo que existía la posibilidad de que al día siguiente no recordara lo sucedido, así que me quedé callada. Explicarle sobre Diego en mitad de una borrachera no parecía lo más eficiente. En cambio, resultaba mucho más práctico escucharla hablar a mi oído con la lengua enredada acerca de Filippo, que según ella además de bailar bien, tenía una mirada hipnotizante.

Mi amiga me comentó que la había besado en la mejilla, muy cerca de la boca y que ese gesto en apariencia inocente la había vuelto loca. Los veinte minutos de espera en la fila fueron solo eso, Filippo esto, Filippo aquello. Intenté escucharle con atención, pero era inevitable abstraerme en mis propios pensamientos.

La noche terminó cuando volvimos a la mesa. Nos preparamos tragos para acabar con la segunda botella y los vaciamos en vasos plásticos en la salida del bar.

Nat había permanecido bastante sobria por lo que iba a conducir. Ofrecimos llevar a Filippo que había perdido su transporte a casa cuando Antonio se había marchado. Se nos hizo difícil acomodarnos en el auto, pero no nos quedaba de otra.

Fernando por ser muy alto y estar completamente borracho, se sentó de copiloto. Clau lo hizo en mis piernas en el asiento trasero y Brenda tomó su puesto a mi lado, para dejarle lugar a Filippo que le puso la mano en el muslo sin oposición de mi amiga. Su casa no estaba lejos, así que fue el primero al que llevamos.

Claudia y yo presenciamos el ritual de intercambio de teléfonos y de besito en la mejilla con miraditas coquetas que tuvieron el par antes de que se despidieran. Apenas Nat arrancó dejando la casa de aquel chico atrás, nuestra atención se enfocó en Brenda.

—Denme un premio, que tenía unas ganas terribles de besarlo y me contuve —dijo mi amiga a la vez que empujaba sus lentes rojos por su tabique nasal.

—Si lo querías besar, lo hubieses besado —respondió Clau con esa tranquilidad que la caracterizaba para hablar de esos temas.

Fernando bajó el vidrio, mientras Nat conducía sobre un paso elevado, sacó la cabeza por la ventana y comenzó a vomitar. Miré hacia la calle, el auto que venía atrás pitó y nos adelantó apenas bajamos del paso elevado. Mi amiga disminuyó la velocidad, sin que Fer cesara de regurgitar las entrañas y mis amigas dejaran de hablar.

—Es que terminé con mi novio y con mi amigo con derecho a roce esta semana. ¿No es muy pronto?

—Ay, no querida, si te gusta el tipo y estás soltera no te des mala vida —contestó Clau—. Si ellos quieren que les guardes luto, pues que se mueran.

A la Máxima (completa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora