Cincuenta y siete, segunda parte

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Brenda, que solía ser algo despistada, no dejó de preguntarme qué me pasaba, cuestión que me daba a entender que mi desgano era demasiado evidente. Al parecer, el alcohol y la resaca del día anterior la habían mantenido al margen de inventarse teorías sobre mi salida con Antonio, no obstante, ese día y en plena lucidez, no hacía más que preguntarme al respecto.

Con una fatiga total le comenté que habíamos ido al río y creo que mi apatía la convenció de que no había nada más que contar. Debía decirle sobre lo ocurrido con él en verdad, pero era lo último que evocaba mi mente, estaba embotada pensando en el empresario creador de aquel frasco de cobertura de chocolate.

Me había pasado la tarde en clases obligándome a prestar atención y en mi empeño, lo había conseguido.

Al volver al apartamento, me senté obstinada en la barra de la cocina con una cara de póker impresionante, a escuchar cada uno de los pormenores del viaje a la capital de Nat, que en realidad no hacía más que chismear sobre como mi hermano y Clau, comenzaban a formalizar algo sin siquiera ser conscientes de aquello.

Mi mejor amiga había tenido que lidiar con Alberto, uno de los amigos ultra nerd de Constantino, cuando compartieron salidas. A Nat los chicos así le daban fatiga, yo que conocía al susodicho en cuestión sabía que no era ni de lejos su tipo.

—Me voy a acostar, estoy agotadísima, esta mañana tuve que levantarme temprano —dijo a modo de despedida mi amiga después de que terminó de contarme.

Yo asentí y me quedé sola con todos esos pensamientos que me perseguían.

Entré a mi habitación y miré la caja en la esquina del escritorio, no le había contado nada a nadie sobre ella. Se me hacía un nudo en la garganta de solo intentarlo.

Me di por vencida, tomé el teléfono y comencé a escribirle una especie de reclamo en donde le exigía una explicación por aquel eslogan que le había colocado al frasco, luego le decía que era un maldito mentiroso que nunca me había querido de verdad y un montón de cosas más. Pero por supuesto, no lo envié.

Tras hacer catarsis, lo borré todo y caminé de un lado a otro en mi habitación analizando qué escribir. Tras pensar por más de cinco minutos solo escribí «hola». Me sentí estúpida cuando no me contestó. Rodé los ojos y apreté los dientes muerta de la rabia. Sin embargo, hacia las once de la noche, dos horas después, recibí un mensaje, que leí con absoluta impaciencia, porque así de patética era. 

«Hola, lo siento, acabo de ver tu mensaje, me había quedado dormido en el sofá con la televisión encendida, no escuché el teléfono. ¿Cómo estás?»

Me llamó la atención aquella respuesta tan larga y explicativa. Por lo general, contestábamos nuestros holas con otro y ya, pero supuse que como ya no éramos un nosotros, todo se había reconfigurado. Miré la pantalla y noté que permanecía en línea.

Mi mente le evocó en la sala del apartamento acostado en el sofá, aun en toalla tras haberse dado una ducha... Con nuestra manta... Recordé la alfombra y cerré los ojos. «No seas tonta, seguramente las tiró en la habitación de invitados o las puso en la basura». Suspiré, me sentía contrariada, no podía con tanta ambivalencia, era innegable que solo saber de él me producía una emoción que desvaía todo lo demás.

«Bien ¿y tú?» —respondí adusta.

«Con mucho trabajo. ¿Recibiste mi paquete?»

—Claro pedazo de... ¿Si no por qué mierda te voy a estar escribiendo? —le hablé a la pantalla.

«¿Máxima delicia?» —tecleé con rapidez y le di al botón de enviar.

Me mordí el labio inferior, nerviosa al notar que estaba escribiendo.

A la Máxima (completa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora