Dieciocho, segunda parte

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—Mmm... Una piña colada. —Asintió—. ¿Le puede poner una sombrillita?

El hombre sonrió.

—Por supuesto. Tengo unas guardadas, ya nadie las quiere, dicen que son anticuadas.

—Ay, no, yo las amo —Le sonreí de vuelta.

La barra estaba casi vacía, apenas iban a ser las siete de la noche. Mientras esperaba mi copa, detallé el lugar en el que predominaba una paleta de colores claros, mucho beige, en contraste con las sillas de madera oscura de medialuna. Flotaba ese olor a comida italiana intoxicante que me despertaba el hambre. Las lámparas eran arañas de cristal y los mesoneros, que se movían con mucha elegancia entre las mesas, iban muy bien vestidos. La música era instrumental a un volumen moderado, para permitir que fluyeran las conversaciones. El ruido de las copas y los cubiertos generaban una atmósfera de confort y calidez que me habría encantado experimentar con Diego, no ahí, sola.

Torcí la boca al darme cuenta de que mi noche romántica se había esfumado.

Habíamos sido muy descuidados, bastante tontos e irresponsables. Salíamos a restaurantes, comíamos por ahí, como si nada. Como si fuésemos una parejita cualquiera y no lo éramos. Aunque nos fastidiara admitirlo, éramos profesor-alumna, nuestra relación era inadecuada según las políticas de la universidad y las normativas de mi padre.

No sé por qué, justo en ese momento, pensé en eso. Mi papá pondría el grito al cielo de saberme con un hombre que me llevaba siete años, bueno, en realidad, con cualquier hombre. Extrañamente, causarle un posible disgusto por salir con mi profesor, no estaba entre las razones que podría hacer que dejara a Diego.

Lo estudié, intentaba quitarse de encima a sus colegas, pero estos lo obligaron a tomar asiento. Vi cómo se sacaba el teléfono del bolsillo, de seguro no tardaría en recibir un mensaje. El barman colocó la piña colada frente a mí y yo le di las gracias con una sonrisa. Tras probar mi copa le dije que le había quedado deliciosa. Luego le pregunté cuánto era y le pagué.

—Un limoncello, por favor, comí demasiado —dijo un hombre, que me resultó familiar con un acento que poseía un ligero tono extranjero—. Yo te conozco —agregó segundos después, al tomar asiento a mi lado. Me encogí de hombros pues tenía la misma sensación—. Eres amiga de la chica trigueña de cabello rizado. —Chasqueó los dedos como si eso lo ayudara a recordar—. Eeeh... ¡Natalia! La amiga de Gabriel —Abrí los ojos al darme cuenta de que sí, si me conocía, por lo que asentí sin decir nada—. Nos presentaron esa vez, pero me temo que no pude hablarte y ahora se me escapa tu nombre.

—Mucho gusto —dije y pretendí que no me había percatado de cómo extendía su mano hacia mí para que se la estrechara, pues estaba buscando mi teléfono en mi bolso, para leer el mensaje de Diego.

«Dame unos minutos, tendremos que ir a otro lado. Por favor, no te molestes, no dejemos que esta coincidencia desafortunada nos arruine la noche».

—Te vi en la galería, cuando Gabriel expuso sus fotos, soy Antonio, su amigo —continuó él. Sí lo recordaba, porque Claudia no había hecho más que sabroseárselo y decir que le parecía guapísimo—. ¿Cómo te llamas?

—Máxima —respondí en tono neutro y miré cómo el barman le entregaba un diminuto vasito.

Máxima —repitió mi nombre con un tono casi sensual—, tienes nombre de emperatriz —Me miró a los ojos y estiró los labios en una sonrisa dulce—. Cuéntame, Máxima, ¿ese es tu tono natural de cabello? Perdóname, soy pintor —Se llevó la mano al pecho—, estoy obsesionado con el rojo y todos sus matices. —Alzó el dedo índice para señalarme—. El bermellón.

A la Máxima (completa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora