Cincuenta y tres

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Abrí los ojos de apoco, para dejar que la luz del cielo azul que entraba por la ventana se filtrara entre mis pestañas. Tras ir al baño sentí algo de frío, por lo que me refugié en un suéter vaporoso en busca de calor y salí de la habitación.

Caminé despacio para no hacer ruido. Noté que la puerta del estudio estaba abierta y me quedé unos segundos hipnotizada mirando la danza que ejecutaban las cortinas al dejarse llevar por la brisa marina. Doblé a la derecha y caminé por el pasillo. El resto de las habitaciones tenían las puertas cerradas, todos seguían durmiendo, así que me dirigí a la planta baja, para recubrirme del reconfortante silencio.

Estaba siendo una de esas mañanas. Una mala mañana, pésima, terrible. Una de esas mañanas en las que despertaba y en lo primero que pensaba era en él y eso de forma ineludible sentaba un precedente para el día en donde mi bienestar se estropeaba.

Abrí la puerta trasera que daba hacia la playa y bajé las escaleras despacio, mientras acariciaba el barandal de madera roída. Caminé disfrutando de notar como el sol ascendía perezoso entre las nubes, el sonido de la diversidad de aves marinas y la arena que se adhería a la piel entre mis dedos de los pies. Metí las manos en los bolsillos del suéter en busca de calor y dejé que la brisa me despeinara a la vez que mis ojos vagaban por la inmensidad del mar.

Había pasado una mala noche, sola en una cama desconocida, mientras me admitía verdades que en los últimos meses me había negado con ahínco porque quería avanzar. Todo se debía a que lo había visto y, extrañamente, también al beso del bar de la playa, porque ese beso había movilizado algo, removido sentimientos, pues me hizo entender lo inadecuado que se sentían otros labios sobre los míos y abrió una brecha en mi mente. Paré de pretender que lo odiaba, lo imaginé abrazándose a mí y fue ese tierno recuerdo lo que me permitió conciliar el sueño.

«Patético, Máxima, patético», me reproché, mientras miraba la espuma marina que se concentraba en la orilla.

Me quité del rostro el cabello que la brisa insistía en colocar ahí y caminé por la playa mirando a un punto incierto en el agua. Estaba cansada de pensarle y aun así, no encontraba la manera de alejarlo de mi mente.

Me sentía herida por el solo hecho de imaginarlo conversando con ella, o porque abría sus ojitos grises y ya no era a mí a quien miraba al despertar. Odiaba pensar en que alguien pasara los dedos por su cabello y que otros labios se amoldaron a los suyos. Aquello me producía un desconsuelo terrible, me hacía respirar agitada como el mar que rompía contra las rocas.

Me dejé caer en la arena, abracé mis piernas y apoyé la barbilla en mis rodillas para tranquilizarme. 

Intenté deconstruir esa imagen de amor posesivo que crecía en mi mente. Quería creer que no era de ese tipo de personas que califica al ser amado como suyo, sin embargo, por más que detestase admitirlo, perdía el raciocinio al recordar cómo ella le rodeaba la espalda con el brazo y como le hablaba con tanta familiaridad. Porque ver como lo besaba aquella otra mujer de cabello corto había sido un bofetón, pero aun así le había creído cuando me había dicho que no la quería, aunque era obvio que se preocupaba mucho por ella.

No obstante, era diferente con la chica que le había acompañado en el colegio de ingenieros, resultaba tangible la confianza entre ambos. ¿Se me había pasado ver eso aquel día que se encontraron en el hotel? En ese momento yo creía que me amaba solo a mí, por lo que no podía querer a nadie más... Masoquista, no conseguía parar de preguntarme, qué sentiría por ella, pues yo ya no era parte de su vida.

«¿Cómo me acostumbro a esto? ¿Cómo me acostumbro a ver al tipo que adoro con otra? ¿Cómo?», pensé mientras enterraba los dedos en la arena y me preguntaba cuanta más tristeza me costaría superarlo, porque no creía que pudiese agotarse pronto y odiaba no poder controlar lo que sentía. Lo odiaba. Quería dejar de quererlo, porque amarlo me estaba matando.

A la Máxima (completa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora