Tres

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La mano de Nat y la mía chocaron al intentar tomar primero el teléfono en medio de nuestro mullido sofá color púrpura, pero ella fue más rápida. Alzó las cejas, colocó los pies cruzados sobre la mesita de café y comenzó a leer en voz alta el mensaje de Leo.

—«Depende, ¿Cuáles son las penitencias?». Jum, a este tipo le van estos jueguitos. Te está coqueteando sin tapujos.

—Santa Mermelada, no sé qué responder ¿Qué le dirías tú?

—Mmm, creo que esta es la parte en donde me hago a un lado, aún me reprochas que por mi culpa terminaste besándote con Julio en la fiesta de Luisa. No, gracias.

—No es lo mismo, teníamos catorce años. Dime, pedazo de lechuga, no seas inútil.

—No sé, dime tú qué quieres decirle. Ponte la mano en el corazón o en el coño y responde honesta.

Aquello me hizo reír muchísimo.

—El coño nunca miente —dijo mi amiga—, las vulvas siempre saben, hazle caso a tu vulva. Ah, mira, un eslogan fabuloso, lo anotaré.

—Nat, es en serio, ¿qué le respondo?

—Ya te dije, ¿qué quieres decirle?

—Joder. —Alcé la vista y miré al techo—. Quiero que deje a su novia y me venga a visitar.

—Ok, no, relax, tampoco lo espantes. ¿Qué tal si le dices...

Nat se quedó a medias, mi teléfono vibró de nuevo, era otro mensaje de Leo que ella leyó a la brevedad.

«Olvídalo, prefiero callarme mis pecados, mi alma no tiene salvación. Buenas noches, Max».

—Nooooo —grité—. Nooo, coño, dime todos tus pecados. —Lloriqueé haciendo una pataleta—. Dime que te gusto mucho.

—Tardaste demasiado en responder, se enfrió el hombre... ¡Qué aburrido! Pero aquí el tema es que le encantas. Con esto queda comprobado. Coqueteó contigo.

—Lo peor, es que esto solo hace que me guste más.

Dejé caer mi espalda contra el respaldo del sofá y me llevé el sándwich a la boca.

—¿Que pase de ti?

—Sí, si me dijera algo, mientras tiene novia, lo odiaría por perro. Hoy pasó la prueba. Es perfecto el hijo de puta.

Nat rodó los ojos y negó con la cabeza. Luego se dirigió a la cocina para prepararse la cena, por lo que la seguí y tomé asiento en la barra. Mientras ella iba sacando víveres del refrigerador yo intentaba volver a comer, sin embargo, ya no comía por hambre, lo hacía por no más... Por confort. Solo Leo era capaz de quitarme el apetito.

Quería decirle tanto. Quería decirle que pensaba en él todo el tiempo, que me gustaban demasiado nuestras conversaciones y que comenzaba a ser intolerable para mí esa situación de amistad que teníamos, porque necesitaba más, más de él.

—Aún no comprendo cómo entraste a la clase del profesor Roca. ¿Estás loca?

—Fue lo que Leo me aconsejó.

—¿Y sí Leo —dijo en mal tono—, te dice que te tires de un acantilado tú vas y lo haces? Qué pendeja.

—Claro que no, pero el tipo es ingeniero ¿Qué quieres que te diga? Obvio iba a aplicarle la lógica al asunto y tiene razón. De cualquier manera, tendré que cursar un semestre más y eso es algo que no quiero. La que sale perdiendo soy yo, mientras que sí veo la materia y la paso, salgo de eso.

—Es un imbécil el tal profesor Roca. ¿La tienes clara o qué? —Hizo una pausa—. Debe ser que como el tal Leo es ingeniero, no se percata de que sus compañeros masculinos de profesión, en muchas ocasiones, son unos idiotas.

A la Máxima (completa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora