Capítulo cuarenta y cuatro, segunda parte

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—Levántate —insistí.

Se llevó el dorso de la muñeca a la nariz, aspiró y luego se limpió los ojos con rapidez tras ponerse de pie.

Diego me generaba una ternura amarga, me era inevitable sucumbir a esa parte de mí que quería brindarle consuelo. Me costaba permanecer indolente cuando le veía con los ojos enrojecidos y unos profundos círculos oscuros alrededor. Llevaba el cabello revuelto y una barba de más de una semana que me hizo recordar cómo se veía cuando me daba clases de ecuaciones diferenciales y la usaba mucho más larga. Lucía miserable y eso me demostró que, una vez más, éramos consonantes en nuestros sentires, para bien o para mal

—Ya... Por favor, ya no peleemos más.

Aquella súplica en un todo de voz débil y afligido debilitó mis convicciones. El amor que sentía por él parecía no querer abandonarme, se aferraba con garras afiladas a mi corazón y lo hacía destilar sangre. Nuestro sufrimiento infectaba la atmósfera del lugar, era prácticamente palpable. Mi dolor era insoportable y aun así, lo amaba tanto, tanto, que me destrozaba verlo mal.

—¿Y qué sugieres? —dije con cierto tonito que no pretendía ser irónico, pero que así lo pareció, aunque en realidad solo era mi voz desgastada de tanto llorar, pues estaba demasiado preocupada por la duda que se había instalado en mi mente hacía minutos atrás.

—Ya, Pelirroja, ya —dijo rotundo—. Estoy harto de pelear —cerró los ojos por un segundo—. Harto.

Aquel tonito, esas palabras tajantes fueron un detonante. Estaba en un punto en el que ya no había retorno, así que no encararlo con dureza para evitar un cataclismo resultaba inútil, pues nuestros cimientos nunca fueron estables y en realidad ya estábamos en ruinas.

—¿Estás harto de pelear? —dije haciendo una mueca de tristeza con los labios—. Pero no será conmigo, porqué tú y yo no peleamos, al menos no por nuestra relación, discutimos en un principio por tus mentiras y mira... Lo hemos vuelto a hacer.

Diego alzó una ceja, su rostro mostraba la estupefacción que le causaba lo que le había dicho. Enderecé mi postura y decidí decirle lo que había estado pensando desde el domingo.

—Ponte en mi lugar, ¿Cómo te sentirías si me vieras besando a otro? —Diego apartó la vista apesadumbrado y no dijo nada—. Si te contase que aquel día en casa de Juan, cuando estabas super celoso, mis amigos habían apostado besos mientras jugaban pool y que él me besó. —Diego alzó la cara para mirarme de inmediato—. Pero que yo te mentí para que no te mortificaras por algo sin importancia. —Y se lo vi en el rostro, la mera hipótesis lo llenaba de rabia—. Y que luego te pidiese que me perdonarás... Que confíes en mí de nuevo.

»O sí te contase que fui a una fiesta y bebí demasiado, entonces dormí en la misma cama con Juan que me abrazó toda la noche, pero que nada más pasó... —dije con tono insinuante, mirándolo con reproche—. ¿Te parecería bien?

Echó el rostro a un lado, molesto y no me contestó.

—Sí, eso pensé. Quiero creer que no te acostaste con ella porque tenías la marca de un mordisco que te di en el pecho, pero mira, con lo recursivo que puedes ser con las mentiras, tal vez le dijiste que te mordió un perro y se lo creyó.

—No me acosté con ella —dijo y apretó la mandíbula.

Me encogí de hombros y le puse mala cara.

—Mi error fue creer que tendríamos una relación honesta. Lo creí ese día cuando me prometiste que no me mentirías más, lo creí ese día en el restaurante mexicano cuando me dijiste que te aterraba. Pensé: mira, te está contando cómo se siente, es sincero. Pero la realidad es que tú nunca planeaste ser franco conmigo, nunca. Ni siquiera te sientes mal por mentirme, me parece que incluso lo haces con premeditación.

A la Máxima (completa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora