Cincuenta y siete, primera parte

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Me chupé los dedos llenos de dulce de coco. Era el complemento perfecto para el orgasmo delicioso que había tenido.

Miré a Antonio conducir de regreso a la casa, llevaba el cabello de cualquier manera. Estiré el brazo y se lo peiné un poco con los dedos de mi mano limpia. Era por mi propio bien, para encubrir lo que habíamos estado haciendo, pues él portaba una sonrisita de satisfacción bastante evidente.

El silencio era cómodo y mi mente se tomó un momento para procesar lo que había sucedido. Había estado tan embebida por mi horrorosa e indisimulable excitación, que no había sido capaz de hacer más que gemir desaforada, mientras él tomaba el control de todo. Antonio era impetuoso, vigoroso, sus maneras de tocarme respondían a la satisfacción de sus deseos.

Lo recordé dentro de mí y me reiteré lo que ya sabía, desde hacía tiempo, podía existir en una realidad en la que mi exnovio no lo llenaba todo. Podía vivir sin él. No obstante, no podía pasar por alto el hecho de que, aunque me había corrido con deliciosas pulsiones profundas, nada era igual. Mi cuerpo respondía a los estímulos que me daba ese hombre, porque era guapísimo y poseía una gran pericia sexual, pero eso era todo.

Lo que había ocurrido en el rio era sexo del bueno y me hizo comprender, con mucha tristeza, que yo siempre había hecho el amor con él. Al menos yo siempre le había dado mi amor en esos momentos.

Antonio giró a mirarme, así que me obligué a dejar de pensar en el pasado. Estiró el brazo hacia mí y con una sonrisa, tomó uno de los dulces de coco de la bolsa que estaba sobre mis muslos para llevárselo a la boca.

Que diferente se veía a como lucía en el río con el rostro contraído por el placer. Antonio había enredado sus dedos en mi cabello, para llamar mi atención, era obvio que le gustaba tener contacto visual con su amante. Yo había abierto los ojos para saturarme de la realidad que me circundaba, del calor de su cuerpo, de su sudor impregnándome la piel, de la visión de sus brazos, del sonido del borboteo del agua del río y del viento entre las ramas. Luego, él me había buscado la boca con insondable pasión, mientras que yo pensaba:  «bésalo, bésalo mucho, acostúmbrate a sus labios finos, bésalo como se merece». Y por supuesto, él me había correspondido en cada movimiento de lengua, había dejado que le mordisqueara los labios, la barbilla y que me sostuviera con fuerza de sus brazos.

Volví a mirarlo, mientras se chupaba distraído los dedos llenos de dulce de coco. Giró hacia mí un momento y me sonrió con dulzura. Me pareció que su constante semblante misterioso se había desvaído un poco y tal vez porque ya no me intimidaba, decidí hacerle algunas preguntas. 

—Aquel día en el restaurante, cuando estaba en la barra. Me preguntaste si este era el tono natural de mis labios. ¿Por qué? —Le miré perspicaz y por su expresión me di cuenta de que no recordaba exactamente la conversación.

—¿No te pregunté por el tono de tu cabello?

—Pues sí, pero luego también el de los labios.

—Supongo que por lo mismo, yo quisiera pintarte, recrear todos los colores que tienes...

—¿Solo por eso? —insistí y él me afirmó con un asentimiento a todas luces, honesto—. ¿No tiene que ver eso de que el color de los labios de una mujer deja entrever el color de sus pezones o de su sexo?

Antonio giró a verme, parecía perplejo con ambas cejas alzadas y luego volvió a mirar hacia la carretera.

—Eres bastante blanca, de cabellera pelirroja, no creo que haya que preguntar para saber que probablemente tienes pezones claros. Pero a veces pregunto eso porque recuerdo haber trabajado con una modelo que usaba un tinte de labios y el día que fue a posar no lo tenía. O sea, pensé que ese era su tono natural.

A la Máxima (completa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora