Cuarenta y seis

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Miré las gotitas de agua que se deslizaban por el cristal de la ventana en aparente abandono, mientras eran iluminadas por la tenue luz proveniente de las farolas de la calle

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Miré las gotitas de agua que se deslizaban por el cristal de la ventana en aparente abandono, mientras eran iluminadas por la tenue luz proveniente de las farolas de la calle. Había llovido toda la tarde, mientras que yo me dedicaba a tener introspecciones muy densas.

Saber que había hecho lo correcto no me brindaba ningún consuelo. Tener la suficiente inteligencia como para comprender que estaba en una relación sin futuro, pues ya no había confianza y que me haría daño si continuaba en ella, no evitaba que lo quisiese.

Cada pensamiento en torno a él era cruel. Aun así, había una parte de mí que anhelaba resguardarse en la negación y pensaba en sus miradas luminosas y en sus sonrisas tiernas. Aquella ambivalencia era aniquilante, odiarlo tanto por mentirme y al mismo tiempo extrañarlo, resultaba incongruente. Era incompatible con la vida.

Me prohibí desear su tacto, sus besos, su lengua haciendo densas y profundas espirales en mi vientre bajo. También querer hundir la nariz en su cuello y respirar aquella esencia que me enloquecía. Resultaba asfixiante el imponerme criterios razonables. Repetirme como un mantra que él no me quería bonito, porque cuando se ama no se engaña, no se lastima.

Era brutal tener que explicarme que sin importar todo lo que habíamos vivido, prevalecía ese instante en el que había permitido que otra besara sus labios, cuando se suponía que solo debía hacerlo yo. Que se había dedicado a ella por días, mientras me dejaba a mí en la oscuridad.

Me pregunté si conseguiría olvidarle y me di cuenta de que no quería que él me olvidase a mí. Pensar en eso terminó de destruirme, pues, había una parte de mí que me recordaba que si bien muchas veces le había sentido corresponderme consonante, al final yo lo había amado, lo seguía haciendo, mientras que él parecía confundido sobre lo que sentía por mí. Tal vez me quería un poco, me apreciaba o simplemente le calentaba u obsesionaba.

Tal vez su afecto por mí podría haber crecido con el tiempo hasta alcanzar el amor que yo le profesaba, pero quedaba claro que había algo que lo impedía, o mejor dicho, alguien que seguía ocupando un pedazo importante de su vida. Sospechaba que algo les unía, no quería creer que era amor porque él insistía en que no era eso. El detalle era que una de sus mejores habilidades era mentir, por lo que todo se resumía a eso. A presumir, a creer, a pensar. Hipótesis, suposiciones, nada de certezas.

Era agotador silenciar una y otra vez a esa voz que abogaba a su favor al recordar nuestros buenos momentos y a él diciéndome frases que me habían llenado de ilusiones, pero precisamente esas habían quedado por completo destruidas. Rememorarle no solo era masoquista, era estúpido.

No importaba cuanto me instara a pensar en algo más, parecía incapaz de salir de la miseria. Había sido yo la que le había pedido que no me buscara, que no me llamara, no obstante, había fallado en calcular cómo me sentiría al respecto cuando eso sucediera. Su ausencia hacía todo más real, sin retorno. Debía asimilar que se habían acabado sus mensajes para saludarme, nuestras conversaciones intelectuales, los domingos apasionados sobre la alfombra. Lo nuestro había terminado... Para siempre.

A la Máxima (completa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora