Treinta, primera parte

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La tenue luz de la mañana se coló a través de los diminutos resquicios de la persiana que se encontraba muy bien cerrada. Esos pequeños puntos de luz bastaron para iluminar un poco la penumbra que abrazaba la habitación y pude ver la figura de Diego en la cama respirando agitado. Tenía la piel brillante, por una ligera capa de sudor que se le acentuaba en el área del cuello. La mandíbula la llevaba recubierta por una barba de tres días que le daba cierto encanto de tipo malo, sobre todo, porque estaba hermosamente despeinado por mi culpa.

Lo miré lamerse los labios, los tenía muy hinchados debido a mis recientes mordidas. Levantó el brazo, lo llevó detrás de su nuca a modo de almohada y con un gesto de la barbilla me llamó para que recostara mi cabeza en su pecho, mi nuevo lugar favorito.

Me acomodé paralela a él y dejé que mi dedo índice resbalara sobre el sudor de su abdomen, siguiendo la línea natural del mismo de forma juguetona. Diego estiró la otra mano para tomarme el muslo que colocó encima de su pelvis, lo que maximizó el contacto entre nuestras pieles acaloradas. Las sábanas estaban húmedas y en la habitación flotaba ese aroma que era una mezcla de sudor, humedad con algo más que había percibido con anterioridad y que en ese momento, comprendí que era olor a sexo.  

—Ahora que lo pienso... Y dejando de lado toda la situación pesada que tuvimos en la universidad, creo que lo mejor es que ya no seas mi profesor. No quiero tener que fingir que no te conozco...

—Yo tampoco —me interrumpió.

—...si antes se me hacía difícil disimular en clases que sé perfectamente cómo besas, cómo se siente tu cabello entre mis dedos o tus manos dentro de mi ropa interior. —Me incorporé y me acosté sobre él por completo—. O que sé cómo sabes —Le pasé la lengua por el pectoral—. Cómo te sientes desnudo debajo de mí...  Ahora que sé cómo es tenerte adentro, como te mueves, como te ves cuando te muerdes los labios mientras te escurres dentro de mí... Creo que no, no podría disimular.

Diego alzó una ceja, viéndose superado por mi confesión detallada y también un poco engreído, gesto que luego suavizó.

—Para mí tampoco era fácil, en especial cuando tenía que pretender que no me emputaba la forma en que te veía Juan o cualquier tipo en la universidad.

—Pfff, eres demasiado celoso. Igual me mirarán otros hombres fuera de ahí, ¿cómo vas a hacer? Es parte de la vida.

—Sí, pero con ellos no tendré que disimular que me emputa que te miren el culo como hace él. —Me reí y Diego me jaló por las caderas para impulsar mi cuerpo hacia arriba y que mi boca quedara sobre la suya para besarme—. Eres muy bonita, obvio te van a mirar. Aunque admito que a veces me divierte.

—¿Te divierte?

—Sí, como ese día que fuimos a comprar la alfombra. Estábamos en la primera tienda en la que entramos a ver mantas y la vendedora, la chica bajita. —Asentí para indicarle que la recordaba—. Literal te tragó y tú ni te diste cuenta. Te chequeó completita cuando estabas de espalda viendo algo.

—¿En serio? —Diego asintió—. ¿Y eso es divertido?  —pregunté sin entender.

—Claro, porque la miré y ella se dio cuenta de que me había percatado de que te observaba y me sonrió como pidiéndome disculpas, pero sin mucho empeño, fue como si dijera: carajo, es que no puedo evitar mirarla. Con ella fue divertido porque la miré como diciéndole: tranquila, te entiendo, me pasa lo mismo, es bellísima —Me apretó un glúteo—, con otros tipos en cambio me dan ganas de partirle la cara.

Me reí y me dolió el abdomen.

—¿Esto es normal? Me duele el alma, siento el vientre como si hubiese realizado cien mil abdominales. Los muslos y las piernas como si hubiese hecho muchísimas sentadillas y ni hablar de otra parte...

A la Máxima (completa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora