Treinta y cuatro, segunda parte

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Tras almorzar en el apartamento, me tomé un ibuprofeno, estaba esperando mi menstruación que, como siempre, me torturaba el primer día y por qué no, también un poquito antes. Luego, me fui de compras con mis padres. De camino ahí, mi madre me contó muy animada los pormenores de su viaje a la capital, mientras me enseñaba fotos de las salidas con mi hermano.

Nos fuimos a una de esas ferreterías con tienda de hogar y, por primera vez en mi vida, fui consciente de verdad de las diversas conductas amatorias de mis padres. Eran comportamientos que siempre había pasado por alto, que no reparaba en sus formas, en su frecuencia. Las noté en ese momento porque me vi reflejada en algunas.

La manera en que mi madre le rodeaba la cintura a mi padre para caminar o como le deslizaba los dedos en el cabello con dulzura para peinarlo. Mi padre y sus chistecitos, como se inclinaba a susurrarle algo en el oído, como la miraba con ternura. Ellos andaban a sus anchas, mientras que yo, les observaba a varios metros. De seguro pensaban que no les prestaba atención, que estaba centrada en mi teléfono celular a la vez que llevaba el carrito que tenía una nueva alfombra para el baño, piedritas para los cactus de mi madre y un par de bombillos.

El amor de mis padres estaba expuesto para el que quisiera verlo. Como habría dicho Natalia, era su lenguaje corporal. No obstante, llegué a la conclusión de que era más una cuestión de energía, era una vibra que emanaban juntos y pensé que quería eso para mí y luego caí en cuenta de que, al parecer, ya lo tenía con Diego. Cuando analizaba lo que me sucedía de esa manera, el miedo que sentía por estarme enamorando demasiado rápido se difuminaba, sobre todo, cuando lo recordaba abrazándome, mientras lo hacíamos despacio en el sofá esa mañana lluviosa.

Después de mucho rato, de mis trabajos de culpa, e incluso, un poco de chantaje, mis padres accedieron a cambiar de ubicación. Quise aprovechar e ir a comprar ropa.

Al verme ante las perchas de los blazers, mi madre me preguntó que para qué necesitaba uno. Aquella adquisición era atípica, mi vestuario se basaba en vestiditos casuales para salir con mis amigas, jeans, camisetas y suéteres o chaquetas que me sirvieran para ir a la universidad. De vez en cuando algún accesorio, zapatillas coquetas o algunos zapatos de tacón, pues en línea general tenía una tendencia a las Converse o Vans.

—Voy a ir a un congreso mamá, necesito verme más formal —me inventé.

Entré al probador para medirme un par de blusas y un lindo blazer. También una falda y unos pantalones de vestir. Le modelé un par de prendas a mi madre que me ayudó a encontrar la combinación perfecta para verme profesional, aunque cómoda y chic.

—Qué te parece este... —Mi mamá abrió la cortina del probador en donde estaba y yo me tapé con rapidez—. No viene nadie —explicó, pues me había visto en ropa interior miles de veces—. Mira este vestido para mí... —Se quedó a medias y noté como aguzaba la vista y miraba el espejo, me tomó por el brazo y me hizo girar—. ¿Qué te pasó aquí? —señaló un moretoncito que tenía sobre la cadera que no tapaba el borde de mis jeans.

—No sé. —Me puse la camiseta con rapidez.

Mi mamá quiso insistir en descubrir qué era. Claramente se trataba de la huella de un pulgar.

—Ah, ya me acordé, hace días atrás Nat casi se mata, pisó mal y se agarró de mí —dije con naturalidad—. Debe de ser eso.

Acto seguido, me coloqué mi suéter de capucha y comencé a hablarle del vestido que colgaba de su mano, insistiéndole para que se lo midiera. Necesitaba que se tragara la excusa porque era difícil explicar que mi novio, a veces, tenía un agarre brusco, que a mí me calentaba un montón, cuando me empotraba con fuerza.

Luego, salimos del probador. Regresamos las prendas que no llevaríamos y tomé un par de botas de corte bajo y de tacón cuadrado para medírmelas, mientras le hablaba de cualquier tema a mi madre.

A la Máxima (completa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora