Setenta, segunda parte.

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Caminé entre la penumbra del apartamento hasta llegar a la cocina. No había cenado y había fumado marihuana, por lo que tenía un hambre atroz. Abrí el refrigerador que se iluminó y estudié su contenido. Había un cubo de pollo frito, tomé una pechuga y me la comí con algo de ensalada de col. Había cajas de comida para llevar, incluyendo pizza. También tenía pudin. Eso era atípico, él no comía así. No coincidía con el tipo que me había dado avena aquella mañana que había amanecido por primera vez en su apartamento. Con razón había ganado algo de peso.

Me serví un poco de agua y la bebí con rapidez. Luego tomé un pudin de chocolate que me comí de pie junto a la mesada, eran de su fábrica, uno de mis favoritos. Estaba muy bueno.

Mis ojos se habían adaptado a la penumbra por lo que pude ver aquellas viejas fotos de su familia en la puerta del refrigerador. Cada mañana él miraba la imagen de su madre sin falta.

No podía ni siquiera comenzar a pensar en cómo habría sido estar en su lugar. Enterarme un buen día de que mi padre engañó a su familia y que mi madre tuviese que sufrir por eso, no era nada fácil. Mucho menos que ella terminase abriéndose las venas porque no soportaba ser invalida. Yo también me habría muerto de la depresión, yo también habría tenido una actitud de mierda con todo el mundo. A diferencia de mí, él no tenía un hermano en el que apoyarse.

Me serví más agua del dispensador y cuando me giré hacia la derecha, grité del susto a la vez que soltaba el vaso que se estrelló contra el suelo. Él estaba de pie en la entrada de la cocina, inmóvil en medio de la oscuridad, pues yo no había encendido la luz.

—¡Me asustaste!

—Quédate ahí, no te muevas —dijo al notar que estaba descalza entre los fragmentos de vidrio.

Encendió la luz y yo pestañeé un poco ante la repentina iluminación. Se acercó a donde me encontraba pues, a diferencia de mí, no iba descalzo. Colocó sus manos en mis caderas y me tomó en peso. Caminó conmigo hacia la mesada en la que me depositó con cuidado.

Después, humedeció un paño de cocina y se acercó a mí. Me tomó por el tobillo y me limpió cada pie con cuidado para eliminar las astillas de vidrio que tenía pegadas a la piel.

—No te cortaste —dijo.

Me acarició el pie y me dio un beso en el tobillo que me generó un cosquilleo nervioso que me recordó a nuestra estancia en la capital cuando me había dado sus zapatos.

«No te apendejes, Máxima», pensé.

—Gracias —dije bajito y él asintió.

Luego barrió y secó el suelo bajo mi atenta mirada. Aproveché la oportunidad para observarlo bien, pues iba solo en calzoncillos. Se le veía la espalda más ancha y sus muslos, naturalmente gruesos, estaban más llenos. Él nunca había tenido un abdomen demasiado definido, pero en ese momento eso era mucho más notable.

Ya no lucía tan en forma como antes, aun así, me pareció que seguía viéndose guapísimo. No había adquirido tanto peso como cuando me daba clases de ecuaciones diferenciales, eran más bien unos kilos de más que lucían bonitos en su complexión robusta. Me gustaba también así.

Se lavó las manos y me sirvió un vaso de agua que recibí agradecida. Me lo llevé a los labios y bebí despacito para tener la excusa de no hablar. Él se dedicó a mirarme y extendió el brazo en la mesada junto a mi muslo. No pude evitar sentirme un poco tonta por haber creído que sería él quien rompería el silencio, pues técnicamente le correspondía.

—Hola —dije.

Dejé el vaso a un lado y al encararlo de nuevo, noté como su mirada se deslizaba por todo mi rostro y luego, hacia mi boca.

A la Máxima (completa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora