Treinta y tres, segunda parte

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Al llegar, Diego me dio un gorro para el cabello, un par de auriculares para cancelar el ruido que se adaptaban al casco y unas gafas de seguridad. La planta me resultó inmensa, los silos de almacenamiento eran altísimos, seguramente procesaban toneladas de maíz. Antes de adentrarnos por el lugar, Diego me contó a grandes rasgos todo el proceso. Me describió el tipo de maíz que usaban, como lo almacenaban, seleccionaban y eliminaban impurezas como se hacía con cualquier cereal.

Comenzamos a recorrer la planta y llegamos al área de desgerminación, en donde al maíz se le retiraba el pericarpio o la cáscara, la cual protegía al grano de bacterias y hongos, así como también se eliminaba el germen, que era rico en aceites y que de no hacerlo, lograría que fuese más difícil la conservación del producto final, además de que adquiriría un sabor rancio. Este era utilizado para elaborar aceite comestible que también comercializaban. Miré cómo funcionaba el desgerminador con fascinación y saludé al operario con la mano.

Fuimos pasando por las distintas áreas. Las máquinas hacían ruido, así que casi no hablamos. Luego vi cómo se laminaba el maíz al hacerlo pasar por rodillos, para convertirlo en hojuelas y finalmente llevarlo hasta la molienda para que se convirtiera en harina.

Mientras caminábamos al área de empaquetado nos quitamos los auriculares que cancelaban el ruido, por lo que aproveché de hacerle muchas preguntas. De vez en cuando él se detenía a saludar a algún empleado y luego continuaba hablando.

Diego me contó sobre la utilización de diferentes técnicas para evitar el crecimiento de organismos y putrefacción en el grano de maíz y por un momento me arrepentí de no tener una libreta para tomar notas. Le hice muchas más preguntas que él contestó mientras me conducía por la planta, llevándome de la mano.

—Me encanta esto —le dije cuando caminábamos por el depósito entre los racks de almacenamiento.

—¿La harina de maíz?

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—Me refiero a que me muestres la planta. Es como la cita perfecta —Aproveché que no había ningún empleado cerca y le di un beso—. Pero ¿no te fastidia explicarme todo esto?

—No. —Sonrió con amplitud—. Me encanta —Me arrastró contra una de las columnas del depósito y me miró con deseo.

—No. —Me deshice de su agarre—. Te recuerdo que hay cámaras.

Me moriría de la mortificación si sus empleados, o peor aún, su padre viese algún video de nosotros manoseándonos.

—Yo solo te iba a dar un besito —dijo fingiendo inocencia y yo sonreí aceptando su falso beso dulce, porque lo que hizo fue darme un beso húmedo y provocador. Cuando él quería también era malo y juguetón —. Que fastidio —agregó al notar que no podíamos seguir—. ¿Quieres que te muestre mi oficina?

—¿En la que te masturbaste hablando conmigo por teléfono? —pregunté en tono sugerente con una sonrisita ladina.

—Esa misma. —Se rio.

Recorrer aquella empresa era todo un ejercicio, ya entendía porque había algunos carritos eléctricos en los pasillos. Tomamos el ascensor hasta el área administrativa y mis intenciones de arrinconarlo, para robarle un beso, desaparecieron al notar la cámara de seguridad. Lo miré de reojo, mientras pensaba en que me gustaba trabajar con él, con mucha seriedad por ratos, para luego darnos alguna escapadita para compartir unos besos furtivos, porque nos era imposible estar sin tocarnos.

Al igual que en la planta procesadora, muchos empleados dirigieron su atención hacia a mí, en específico, a la mano de Diego cuyos dedos se entrelazaban con los míos, haciendo una ligera oscilación mientras caminábamos. Al llegar a su oficina, él saludó a una señora de unos cuarenta y tantos.

A la Máxima (completa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora