Cincuenta y cinco

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Antonio tenía una boca diferente de labios muy finos. En un principio no me gustó su beso, me pareció inadecuado, estaba demasiado acostumbrada a otra densidad mucho más prominente y dulce. Segundos después, me demostró que tenía una lengua que lo compensaba todo. Esta entró diligente en mi boca y se amoldó a la mía de una manera tan hábil que me sacó del letargo y me invitó a corresponderle. Lo hice despacio, notando como me envolvía en un beso pasional y me aferraba por las caderas para atraerme contra su cuerpo duro.

Mis manos buscaron acomodo en su pecho y percibieron el calor que emanaba su piel.

Antonio cortó nuestro beso y me miró serio, seductor, acrecentando así el aturdimiento que abundaba en mí que apenas podía respirar. Todo me resultaba tan extraño, no lograba asimilar del todo lo que sucedía. Él ladeó la cabeza y se acercó con ese gesto universal de: voy a besarte de nuevo, que acepté sin más. Sus labios se posaron sobre el espacio entre la mandíbula y la oreja. Mi reacción fue soltar un jadeo bajito que provocó que él se enderezara y me enterrara los dedos en el cabello para besarme con una avidez implacable.

Su lengua volvió a enroscarse con la mía con pericia y por un momento flotó en mi mente la imagen de él besándome mientras me acariciaba y luego me llamaba Gatita con dulzura, pero esta se difuminó tan pronto como Antonio me reclamó con su cuerpo que se rozó sensualmente contra el mío.

Me acunó un glúteo y me apretó con tanta fuerza que me hizo jadear otra vez de manera visceral. No tuve tiempo de objetar nada, porque su beso continuó. Su otra mano imitó a la primera apretándome hasta hacer que el espacio entre nosotros fuese inexistente y que yo notase su erección contra el abdomen.

Antonio tenía unas manos que no pedían permiso, que asaltaban mi cuerpo para recorrerlo a su antojo. Poseía una boca demasiado ansiosa, una lengua impetuosa, una sagacidad arrolladora. Era un hombre pasional y decidido que iba a su ritmo arrastrándome con él. Mi piel comenzó a reaccionar a sus caricias y encontré ese suceso tan extraño. Me sorprendí del jadeo gutural que se desprendió de mi garganta cuando me empotró contra la mesa.

Resultó toda una revelación que pudiese sentirme así.

Tras reaccionar al tacto de otro hombre, la esperanza apareció alentadora. Por un segundo nos miramos sin resuello, ambos con la respiración agitada. Tuve la sensación de que buscaba algo en mi rostro y no tardé en echarlo a un lado, pues su mirada demasiado intensa me intimidaba. Su reacción fue sostener con más firmeza mi cabello entre sus dedos y enterrar la cara en mi cuello para llenarlo de besos. Me lamió succionando sobre mi tráquea y eso me generó un cosquilleo increíble que se acrecentó cuando arrastró los dientes por la misma franja de piel. A duras penas conseguí tragar saliva, me temblaba el cuerpo.

—Esta tarde... En la moto... —Le encaré—. ¿Querías besarme? —pregunté con la respiración tan entrecortada que se había vuelto sonora.

—Sí —admitió y me miró la boca con anhelo.

—¿Y por qué no lo hiciste?

Sonrió viéndose dulce.

—Solo me gusta besar mujeres que siento que quieren que las bese y contigo no lo tenía claro... Además, besarte ahí, en medio del mar, en donde no tenías cómo alejarte si no querías, habría sido una canallada.

Me lamí los labios nerviosa.

—¿Y ahora si lo tienes claro?

Ni siquiera yo lo tenía claro, ¿acaso le había parecido que yo deseaba que me besara?

—No del todo. Deberías convencerme —propuso con un tono persuasivo y malditamente erótico.

Seguí el impulso desconocido que me alentó a colocarle una mano en el cuello para atraerlo hacia mí y me sorprendió notar las ganas que le imprimí a ese beso. Él me envolvió entre sus brazos tibios y me correspondió con ansias de más.

A la Máxima (completa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora