Treinta y nueve

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Luis Miguel Ramírez, así se llamaba el tipo al que le debía el poder darme un respiro. Lumi para los amigos. Tal parecía que había encendido su pipa y le había dado una buena calada a la hierba antes de irse a la universidad ese día o tal vez, lo había hecho ahí mismo, en algún lugar apartado, quién sabe. No sabía todos los detalles exactamente, pero mi imaginación llenó los huecos con rapidez. Sospechaba que había conversado con su grupo de amigos antes de entrar a clases y alguien había hecho un chiste o algo por el estilo. Él se había reído mucho y soltado una de esas risas plácidas, bajitas. Incluso hasta se había agarrado el abdomen como una caricatura.

—Anda Lumi, te ríes mucho, pero no tienes los cojones de correr desnudo por el campus de la universidad —dijo uno de sus amigos.

—Claro que sí, ¡apostemos! —contestó él fumado hasta la médula.

Probablemente había mencionado algo que deseaba bastante y había cerrado el trato con un apretón de manos. Luego, sin mucha ceremonia, había comenzado a desvestirse delante de sus amigos que lo miraron sorprendidos de que en verdad lo estuviese haciendo.

La impresión de un cuerpo fibroso y pálido como la nieve, corriendo rápido por la universidad con tres guardias de seguridad atrás, bastó para que el rumor de que el profesor Roca salía con alguien del alumnado, desapareciera de las mentes del colectivo. Solo había espacio para el trasero de Lumi.

«Gracias Lumi, tú y tus nalgas de porcelana estarán siempre en mi corazón».

Esa tarde me quedé conversando con Brenda. El tema no era otro que Miguel. Mi amiga había preferido que yo volviese de mi supuesta visita a mis padres, durante el fin de semana, para conversar en persona y no hacerlo por teléfono. Odiaba mentirle a mi amiga, pero ella me había demostrado aquel jueves en casa de Juan que no era muy discreta, por lo que preferí continuar sin decirle de mi novio.

Había ido al cine con Miguel. Por primera vez habían salido solos, sin Juan o sin mí para disimular la situación. Mi amiga se llevó una cucharada gigante de helado a la boca, mientras intentaba contarme lo que había pasado, era como ver a una ardillita atragantarse de nueces.

Brenda parecía muy conmocionada. Para ella resultaba por completo ilógico que tuviera tantas ganas de avanzar físicamente con Miguel, pues Ari era su tipo de chico: alto, moreno, ojos verdes, con unos rizos hermosos. Todo él era precioso, con una espalda de nadador impresionante. No podía negar que, al igual que mi amiga, me había quedado más de una vez embobada mirándolo en traje de baño antes de entrar a la piscina. Ari era simpático como no, pero jodidamente pretencioso. Lo soportábamos porque si se mantenía calladito, no molestaba en lo absoluto, después de todo, sabroseárnoslo era más importante y en el caso de mi amiga, comérselo también. Entonces ¿por qué Miguel le estaba empezando a gustar tanto cuando era todo lo contrario a lo que solía atraerle en un chico?

Era medio bajito, aunque Brenda era más bajita que él y su anatomía era la de un chico promedio, incluso con unos kilitos de más, nada como el Adonis con el que solía irse a la cama. Pero ahí estaba mi amiga, contándome que no recordaba haberla pasado tan fabuloso en mucho tiempo y que cuando fue a llevarla a su casa, fue ella quien lo besó.

—Antes de darme cuenta estaba en el asiento trasero de la camioneta del padre de Miguel —dijo horrorizada y se llevó la mano a la cara, para quitarse los lentes—. Máxima, le dejé que me bajara el vestido y me manoseara los pechos... —Lloriqueó—. En realidad me los besó. —Se tapó la boca y acto seguido, pegó su frente contra la mesa, varias veces. El ruido hizo que las personas a nuestro alrededor comenzaran a mirarnos.

—Ya... Deja de hacer eso.

Estiré el brazo, sobre la mesa, y la tomé del hombro para que se detuviera. Mi amiga levantó el rostro y me miró.

A la Máxima (completa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora