Quince

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Diego me miró de una manera que hizo que una sensación tibia y deliciosa se me repartiera por el vientre bajo. Bajó la cremallera de mi traje en busca de espacio y me tomó por el cuello para atraerme hacia sí. Su aliento me golpeó los labios y nos miramos hondamente. Me gustó observar cómo cerraba los párpados, cómo se juntaban sus pestañas y se dibujaba una expresión de deseo en su rostro, justo antes de que diera un paso más, para terminar de acortar las distancias.

Sentí su lengua contra mis labios. Comenzaba a acostumbrarme a su forma de besar. Le gustaba hacer eso primero, tentarme con lamidas, para hacerme temblar y luego, avanzar de a poco hasta que mi respiración se tornara entrecortada.

Sus besos eran flamígeros, no podía hacer más que dejarle llenarme la boca con gloriosas llamas.

Aquel hombre no besaba, hacía algo más que aún no conseguía descifrar... Era como un exorcismo y un alineamiento de chakras, todo al mismo tiempo.

Era increíble la forma en que me excitaba tan, pero tan rápido. Eso nunca me había sucedido con ninguno de los chicos con los que había tonteado en el pasado. Con él sentía ansías de más. Aquello era una sensación nueva e inexplorada que me estimulaba y me asustaba a partes iguales.

Alcé los brazos, lo atraje por la nuca y nuestros trajes se rozaron, creando un ruido plástico que hizo que nos separáramos para reír. Me miró con dulzura y me llenó de besitos cortos que tenían como destino volver a nuestro beso inicial que me acaloró en dos segundos.

Ahí, contra un estante lleno de racks de almacenamiento de dulces de leche, me cercó con su cuerpo. Lo sentí un poquito demandante, pasional. Nos abrazábamos con ansias de fundirnos uno con el otro.

Diego me succionó la lengua y luego enroscó la suya con la mía con la intensidad más decadente. Nos mordimos, nos besamos, entre respiraciones audibles y jadeos. Nos ahogamos en el más profuso deseo ardiente.

Me separé de su boca sin resuello y esta no tardó en arrastrarse por mi cuello, a la vez que sus manos acunaban mi trasero haciendo que no hubiera ni el más ínfimo resquicio entre nosotros. Jadeé descontrolada al sentir su lengua caliente embadurnarme de saliva tibia.

Le retiré la capucha de su traje en compañía de la malla que tenía en la cabeza y mis dedos se enrollaron en su cabello castaño, tirando de este en consonancia al placer que me invadía. Cada vez que lo hacía, él gruñía de forma gutural. Comprendí que no había nada mejor que sus sonidos. Me encantaban.

La intensidad de nuestros besos creció, apenas si podía respirar, pero no me importaba en lo absoluto. Quería más, mucho más, por eso me desconcertó tanto que él se separase de mí sin previo aviso.

Diego apoyó las manos, lado a lado de mis hombros, sobre los racks de almacenamiento que se encontraban a mi espalda. Bajó la cabeza, miró hacia abajo y dejó que esta yaciera ahí, sin moverse demasiado. No entendí porqué hacía eso, aunque lucía muy agitado, supuse que necesitaba un minuto para recobrar la cordura y me pregunté si quería que lo lograse.

Tomó una bocanada de aire y tras varios segundos, alzó el rostro hacia mí. El depósito estaba muy bien iluminado, por lo que pude notar todos sus rasgos faciales, a diferencia del día anterior, en el que nos habíamos besado a oscuras en la camioneta. Tenía la piel enrojecida y las pupilas tan dilatadas que solo era visible una pequeña franja de color gris. Sus labios estaban entreabiertos, con el inferior colonizado por una densa capa de saliva que lo volvía brillante, apetecible, como un fruto maduro al cual hincarle los dientes. Esa imagen me hizo recordar nuestro primer beso, porque, así mismo, Diego me había mordido el labio esa vez.

Alcé la mirada hacia su frente y noté como se le marcaba aquella vena que había visto en mi cocina hacía dos días atrás. Al igual que en esa oportunidad se la acaricié con la punta del dedo índice.

A la Máxima (completa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora