Capítulo 40 "La señorita Lucille"

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Se ha dicho que cuando alguien está a punto de morir, días antes muestra una actividad inusual que constituye un engaño para todos, incluso para el que va a partir.

Charlotte ya había visto que de pronto para estas personas existen ganas de vivir la vida. Quieren absorber todo el sol disponible sobre su rostro, aunque siempre habían renegado de lo molesto que era. Tienen un apetito con el tamaño de un abismo y todo aquello con lo que soñaban de niños, ahora, en ese momento se les ocurre hacerlo. Quieren correr, tirarse al lodo, mojarse, ensuciarse y llenarse los bolsillos de caramelos. Piensan en acabar toda la dotación de libros que alguna vez dijeron que leerían, quieren escribir todas las cartas que prometieron enviar en verano, anhelan poder tener esa conversación que tantas veces pospusieron. Y entonces la vitalidad los envuelve y siguen pensando que el día de mañana saldrán a caminar por ese sendero que siempre les dio miedo, que se subirán a ese árbol al que vieron demasiado alto cuando tenían seis años, que por fin dejarán que alguien les tome de la mano mientras cruzan el puente de madera que siempre sintieron flojo.

Nada interrumpe su paz, nada hace que se enojen y dejen de hablarle a alguien a quien aman, porque sin explicación alguna sienten la necesidad de arreglar cualquier diferencia. Están listos para admitir que todo fue un juego de niños y que no existe eso que les dijeron que se llamaba venganza. Y justo cuando su momento de alegría alcanza la cúspide, parten para siempre.
Una ilusión que se rompe en cuestión de días.

—¿Lucille?

Charlotte volvió a llamar a la puerta de la habitación de su hermana tras dos intentos anteriores. Estaba preocupada aquella mañana. Había despertado con una sensación asfixiante sobre su pecho y un dolor de cabeza inusual.

«He dormido bien, no estoy enferma, ayer incluso pude pasear» pensó.

Pero luego de permanecer unos minutos en cama para asimilar lo que sentía, se dio cuenta de que lo que hizo que su cuerpo comenzara a alterarse de esa forma, fue recordar cómo había muerto su madre y la similitud que tenía eso con el reciente comportamiento de Lucille.
Había situaciones donde reía de manera escandalosa, pero de un momento a otro se encerraba tras cuatro paredes y desaparecía por días. Cuando bajaba a comer y lucía su habitual apariencia pulcra y ordenada, Lottie se sentía aliviada, pero al día siguiente la encontraba deambulando en los jardines sin zapatos y con el cabello suelto. El salón principal guardaba tardes infinitas donde recitaba a solas sus poesías, pero ese mismo sitio era testigo del torrente de lágrimas que expulsaban sus ojos cuando algo le recordaba los bailes de la temporada.

Lottie estaba convencida de que su hermana moriría en algún momento después de tanta euforia.

—¿De nuevo está encerrada? —preguntó Lady Brigton una mañana, tres días después de que Charlotte intentara hacer salir a su hermana de su habitación.

—Mi lady, esto comienza a preocuparme demás. Lucille no es así, parece que ha perdido la cordura.

Lady Brigton suspiró.

—Anne vino ayer.

—¿Con qué motivo?

—Vino a traerme una carta que le dejó lord Van Garrett a Lucille.

—Ya pasaron dos meses desde que ese hombre se fue. ¿Por qué hasta ahora le daría una carta?

—Porque apenas la recibió.

En realidad la fecha que contenía era de un tiempo anterior a su huida de la ciudad. No fue difícil deducir que Anthony le había confiado a Anne esa información con la esperanza de que Lucille la leyera una vez que estuviera lejos de ella.

—No tiene por qué leer esa carta. Suficiente ha sido tener que verla sufrir de esta manera por culpa de ese hombre.

—Tampoco puedes negárselo. Entrégala y que ella decida si la quiere leer o no.

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