14: Despertar (I)

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Jacob

El sonido del monitor cardiaco se hacía más fuerte y frecuente, estaba empezando a enojarme por lo que acababa de escuchar; mis manos se empuñaron, mordí la parte trasera de mi labio inferior hasta casi arrancarme un pedazo de piel. La mujer que estaba frente a mí, deseé tantas noches que estuviese viva solo con el propósito de matarla, hacer lo que ni su propio virus había logrado hacer.

—Por su culpa mi padre murió, —reclamé—. ¡Por su maldito virus!

—Espera... Tengo mucho que explicarte —se apartó de mi lado—. Por favor, yo solamente...

—¡Cállese! —espeté fúrico—. Usted debería estar muerta, justo como casi todo el mundo.

La doctora apartó rápidamente sus manos de la mía con un gesto diferente al que tenía antes, pero no pasaron más de tres segundos, hasta que recobró la compostura seria y amable que tenía antes.

—Yo solo quiero ayudarte a que entiendas la situación en la que estas... En la que estamos todos nosotros, no solo tú y yo, tu familia... Tus amigos... Todos en este hospital necesitan ahora de ti.

Me observó de una manera preocupada pero a la vez esperanzadora, ella por lo que me mencionó, necesitaba urgentemente algo de mí. Como si en algún momento le fuera ayudar a la persona de volver a todo el mundo un yermo lleno de muerte y caos. Solo pensaba en todas esas personas que habían muerto y que desearían tener a la persona responsable a la misma distancia de la que yo la tengo.

Cerca de la mesa había una mesa con utensilios quirúrgicos y unas vendas ensangrentadas que obviamente eran mías. Entre aquellos utensilios de metal se hallaba un bisturí; la pequeña y fina hoja de aquella cosita tan pequeña podía ser tan afilada como mi espada y cortar tan bien, que con una sola tajada podía causar una muy gran herida.

—Entiendo aquel resentimiento que me tienes...Todas las personas que han llegado a mi hospital la han tenido, hasta que... —Se detuvo al ver que llevaba mi mano hacia aquella mesa con utensilios—. Por favor no lo hagas. –Observó el bisturí—. Déjame explicarte primero por favor.

—¿Explicar qué? ¿Cómo asesino a seis mil millones de personas? –Contesté de manera fría y enojada—. Mi padre, mi tío, y amigos fueron una cifra más en ese número –tomo el bisturí sin alargar más la plática y me pongo en pie sintiendo un mareo.

Ella sacó de su bata un arma paralizadora, no reconocía el modelo, había visto muchas armas que usaban electricidad para incapacitar, pero esta era muy diferente a todas aquellas.

—Por favor no me obligues a usarla Jacob, —dijo con voz temblorosa—. Piensa en todas las personas que estarías matando si yo muero.

—No serían más de las que usted ha matado.

Me abalancé sobre ella todavía con el mareo en mi cabeza para tratar de cortarla, pero ella se movió de lugar. No usó el arma, no la iba a usar conmigo por lo que veía. Me reincorporé nuevamente con la vista clavada sobre ella, recordé cómo acabó papá en aquella cabaña, sudando, quejándose de dolor.

—¡Por favor escúchame! —dijo asustada—. Aún sigues débil, y las medicinas para el dolor todavía tienen efecto en ti. Te vas a lastimar si sigues así.

—No me va a convencer

Caminé tambaleándome, pero ella continuaba moviéndose y tratando de hacer que le creyera.

—¡Jacob, con tu sangre una cura es posible! Baja el bisturí, no quiero usar esta arma contigo.

Tomé impulso para correr e iba cargado hacia a ella, una embestida, con eso ella caería de espaldas y podría cortarle la garganta.

—¡Lo siento! —ella disparó a mis piernas.

Sentí unos leves pinchazos, luego de ello no pude sentir mis extremidades inferiores y caí de pecho contra el suelo. Intenté moverlas rápidamente sin importarme el dolor en el pecho, pero no respondían, estaban inertes.

—¿Qué hizo con mis piernas? —reclamé.

—Te disparé unos pequeños dardos, con el veneno de una planta que crece en esta región de california, —comentó al guardar el arma—. Su veneno paraliza los músculos al instante al entrar en el torrente sanguíneo. Descuida, no llegará a tu corazón, la dosis está calculada.

Se acercó para patear el bisturí lejos de mí.

—¡No sé cómo, pero la voy a matar! —bufé.

—No te preocupes Jacob, cuando encuentre una cura y deshaga todo el mal que hice, yo misma voy a poner una bala en mi cráneo. —Contestó al poner sus manos entre mis axilas y llevarme de vuelta sobre la camilla. Aseguró mis manos a la cama, antes de inyectarme un líquido azul en las piernas.

Comencé a sentirlas de nuevo.

—Tus hermanos y tu madre ya saben que no te puedes infectar, se los informé hace unas horas —tiró la jeringa en un cesto de plástico rojo—. A ellos... Les expliqué la situación cuando las cosas se pusieron violentas. Lo entendieron, no fue fácil, pero lo hicieron.

La observaba con enojo esperando a que mis piernas reaccionaran.

—¿Qué entendieron? —pregunté.

—Cómo el virus se propagó, —contestó en tono triste. Una lagrima bajo por su mejilla en ese instante—. En parte fue mi culpa, yo creé ese virus, pero jamás debió haber salido de las puertas de este hospital.

—No entiendo por que me dice algo que todos ya sabemos. Usted creo y administró la cura que dio esto como resultado. Muerte.

—Así es... Yo creé la cura, y fue en forma de virus, un virus alterado que detectaba la presencia de células cancerígenas, linfocitos, o tumores benignos, lo hacía mediante receptores alterados por manipulación genética. El trabajo de mi vida, y mi legado para el mundo, para mi hija... Sabes, esto no se lo digo a nadie. -Comenzó a llorar—. Mi pequeña Lissie, murió de cáncer. Un tumor cerebral en una región inoperable me la quitó. La cura la creaba para ella... Solo que la terminé quince años tarde. Mi creación no mato al mundo, lo hizo uno de sus prototipos... El virus Krueguer, así lo llamó mi esposo. Esa cosa... Era la caja de pandora en un tamaño microscópico, letal, rápido... imparable en su avance sobre cualquier organismo.

La doctora se dirigió a la computadora que estaba en aquella mesa larga, y tecleó algunas cosas, y un video de unos conejos blancos se puso en pantalla; mostraban como los inyectaban con un líquido transparente, y, en una vista acelerada, se mostraba como aquellos conejos se deterioraban rápidamente, perdían pelo, llagas se les abrían en la piel y, al poco tiempo estos mostraban tendencias agresivas contra los otros conejos en las jaulas contiguas que no habían sido inyectados.

—Como acabas de ver, los conejos no murieron, pero se tornaban en extremo violentos contra sus iguales, desarrollaron tendencias caníbales. —ella quitó el video—. Después de dos años de haber creado el virus Krueguer, por fin llego el milagro que conoció el mundo, mi cura. La cura no fue responsable de esto, el virus Krueguer si.

—¿Entonces por qué solo las personas que recibieron su cura murieron y volvieron? ¿Eh? No creo que haya sido todo por causa de magia.

—No, en eso tienes toda la razón. —Volvió a la computadora y mostró la foto de un hombre, de cabello negro, tez blanca y ojos color marrón—. Su nombre era Eric Navarro. Su madre era mexicana, su padre un hombre ebrio que la violó cuando joven. María Navarro Jiménez era su nombre, y murió de cáncer hepático unas semanas antes de que pudiera usar la cura con el mundo. —Hizo una pausa—, me culpó, y su salud mental se vio grave mente afectada, así que tuve que despedirlo. No supe de él durante meses, hasta que unas semanas antes de que todo comenzará, el entró a este hospital y buscó en la cámara criogénica la única muestra de ese virus y, todavía no sé cómo lo hizo, pero logró hacer que la muestra del virus se volviera todavía más letal, y atacará a quienes recibieron la cura; lo volvió un bio aerosol, por eso ellos fueron los pacientes cero.

—¿Un bio aerosol? —pregunté recordando un viejo libro que tuve que leer para la escuela—. Eso se propaga por el aire.

—Así es, y a una velocidad alarmante. Mi esposo fue una de las víctimas de ese bio aerosol. Enfermó y tres días después volvió como uno de los infectados, como los demás pacientes que estaban aquí ese día.

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Esperanza en la oscuridad (En proceso de publicación)Where stories live. Discover now