1. Un miércoles de mierda

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Un auténtico miércoles de mierda. Eso es lo que yo había tenido.

Era uno de esos días en los que por mucho que lo intentase, todo me salía mal. De verdad que llegué a pensar que el mundo estaba conspirando contra mí. Que tenía algún viejo karma acumulado para merecer semejante secuencia de desgracias.

Odio los turnos dobles. Trabajar doce horas no debería estar permitido, y menos, cuando lo que está en juego es la vida de una persona. Pero eso no era lo que estropeó mi día, ni mucho menos. Lo que desencadenó mi mala suerte fue que una enfermera me echó la culpa de una negligencia que no había cometido. Sí, pensad mal.

Había sido ella.

Lo supe por cómo me miró, por cómo me acusó. Había rencor en esa manera de señalarme... Y no era la primera vez que esa tipa me sacaba de mis casillas.

Ya fuera por la altura, porque la giganta me sacaba un par de cabezas, o por su currículum impoluto, esa tía siempre me miraba por encima del hombro. Nunca nos habíamos caído bien, eso no era un secreto. Pero lo que había hecho durante esa mierda de miércoles no podía ser más rastrero.

En fin, que me comí una bronca que no me tocaba, y luego tuve que seguir con el turno con los humos por los suelos y la tensión por las nubes. Y fue en ese tramo donde ocurrió mi segunda torcedura del día: pacientes con muchas ganas de soltar piropos. Insoportable. Agotador. Suerte que tengo una paciencia de hierro y pude aguantar con una sonrisa falsa aquel chaparrón de cumplidos maníos que no me hacían ninguna gracia.

Pero todavía no lo habéis leído todo...

Cuando, ilusa de mí, creí haber terminado con mi cúmulo de hechos desagradables, se desató el tercer desastre. Estaba sacando el coche de mi aparcamiento cuando la hija de puta que me había echado la culpa de no cambiar el gotero de la 323 se estampó contra mi maletero. Me llevé un susto de la hostia. Joder, qué iba a pensar yo que me iban a dar un golpe tan fuerte cuando estaba en un maldito parking donde se supone que se debe conducir despacito. Des. Pa. Cito.

—Alba, tía, lo siento—dijo ella, bajándose alterada de su mini rosa. ¿Cómo podían entrarle esas piernas tan largas en un coche que parecía de juguete? Misterio sin resolver.

—¿Por echarme la culpa antes o por destrozarme el coche? —le grité, dando un sonoro portazo a mi paso. Me acerqué a ella hasta encararla, y tuve que ponerme de puntillas para no perder mi credibilidad. Estuve a punto de chillarle un par de cositas más: como que si se cortara bien el flequillo igual me hubiera visto. Pero me callé. Nunca he sido agresiva, que conste, pero ese miércoles negro estaba sacando a la peor Alba. Suerte que aún me quedaban unas gotas de cordura en el fondo de mi vaso.

—Ah, eso. Ya... a ver, es que ya la cagué esta mañana y no puedo permitir que eso salpique mi...

—¿Y a mí que me cuentas? Yo también tengo una reputación limpísima para que vengas tú a ensuciármelo. Eso no se hace, tía—escupí, descargando en ella toda la mala leche que había ido acumulando durante el día.

—Sinceramente no tengo tiempo para discutir. ¿Firmamos el parte?

Se me escapó un gruñido. El seguro me cubría el destrozo, claro que sí. Pero tener que llevar el coche a arreglar y todo el papeleo... Pf. ¡Y todo por culpa de la gilipollas de Susana!

Solo quería llegar a casa y que todo el estrés se viera encogido por el agua caliente de mi ducha. Bueno, eso era lo que ansiaba mientras conducía alejándome del hospital. Pero al parecer, el destino quiso adelantar mis deseos regalándome una lluvia torrencial que completó así mi marcador de desgracias para un miércoles de mierda.

Ohana - (1001 Cuentos de Albalia)Waar verhalen tot leven komen. Ontdek het nu