Parte 55

19.8K 3.1K 3.2K
                                    

No tenía ni idea de cómo ayudar a mi tía, qué decirle o qué aconsejarle. Tenía razón, el mundo estaba lleno de gente horrible, como yo o peor. Y su poder, su maldición, la forzaban a ver la verdadera cara de otras personas cada vez que interactuaba con alguien. Pero no me podía creer que todos fuéramos así. Tenía que haber gente decente con la que mi tía pudiera estar a salvo, gente buena. Se me pasaron por la cabeza ideas muy estúpidas como presentarle a Elena o invitar a casa a Sergio, el tipo con el que la había pillado. Pero ella había elegido estar sola y yo debía respetarlo.

Estaba tan perdida que lo único que se me ocurrió hacer para que se sintiera mejor fueron unas lentejas. El caldo había funcionado así que intentarlo con otro guiso era mejor que no hacer nada. Madrugué el domingo para comprar los ingredientes necesarios y cuando regresé al apartamento tuve que cocinar en silencio, picando con cuidado las verduras, porque mi tía seguía durmiendo. Se había pasado toda la noche llorando.

El silencio se rompió abruptamente cuando llamaron a la puerta. Mi primer temor fue que se tratara de Apolo, que nos hubiera encontrado, pero era solo nuestra vecina de enfrente. Una señora mayor bastante agradable con la que apenas hablábamos.

—Hace un rato ha pasado por aquí un chico de tu edad, ha llamado a mi puerta y ha preguntado por ti. Le he dicho que vivías en frente, pero como no habéis abierto ha dicho que volvería por la tarde. Me ha parecido muy raro porque tu tía siempre está en casa.

Suspiré aliviada. No era Apolo. Apolo habría preguntado por mi tía.

—Gracias por avisar ¿dijo cómo se llamaba? —. Lo dije de forma casual, pero tenía el corazón en un puño.

—Me dijo el nombre, pero no lo recuerdo. Era así como de tu edad, muy guapo y muy educado.

Héctor.

Era Héctor.

Héctor era el único que tenía mi dirección.

Héctor iba a venir a mi casa. El chico que había jugado conmigo hacía dos noches, al que estaba obligada a proteger, el que hacía que se me parara la respiración las escasas veces que sonreía... iba a venir a mi casa. Me quería morir.

Me despedí de la vecina con una sonrisa, pero por dentro chillé tan fuerte que casi dejo sordo a mi subconsciente.

No. No estaba emocionada, no estaba feliz. Estaba acojonada. No me pregunté qué querría decirme Héctor que tuviera que ser en persona. No me preocupó que fuera a conocer a mi tía (lo cual asustaría a cualquiera). Tampoco me alteró que aquella visita fastidiara mi plan de no volver a pensar en él. Lo que me dominaba era el miedo, no a lo que me pudiera hacer sentir, a que me tratara mal o demasiado bien. Me aterraba que viera mi habitación.

La habitación de una persona dice mucho de ella. Siempre que iba a casa de un amigo o de un compañero de clase entraba en su cuarto y echaba un vistazo a ver qué consolas tenía, qué juguetes, qué posters. Cómo de ordenada o colorida sea puede decirte mucho de su personalidad, descubrirte cosas que no sabías, sorprenderte. La mía no decía cosas, las gritaba. Mi habitación gritaba desastre, caos, devastación y un claro desequilibrio mental.

Me dio igual que mi tía se despertara con el ruido. Piqué a toda prisa las verduras que me faltaban, puse a cocer las lentejas y entré en mi cuarto dispuesta a enfrentarme a los montículos de ropa, los viejos apuntes, libros y las cajas de trastos y juguetes que me había traído del pueblo. Doblé un par de viejas camisetas y me di cuenta de que no me daría tiempo a hacer lo mismo con todo, de hecho, no me iba a caber en el armario. Se hacía tarde así que tomé una decisión drástica: deshacerme de cosas. No necesitaba esa ropa, no me la iba a poner nunca más porque estaba muy vieja y sobre todo porque era mía. Debido a mi maldición no me sentía segura cubriendo mi cuerpo con prendas que entregaría al primero que me las pidiera.

Cuervo (fantasía urbana)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora