Parte 37

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Mario siguió halagándome, pero no le prestaba atención. Recuerdo que mencionó lo mucho que pegábamos Diego y yo. Pero yo solo podía visualizar unas escaleras, que acababan en un lago de lava, por las que empujaría a Mario y me tiraría yo detrás de él. Él la había liado, pero yo la había cagado hasta el fondo liándome con Diego delante de todo el mundo.

A pocos bancos de distancia, los amigos de Diego contaban anécdotas y se reían, tratando de animarle. Él se obligaba a sonreír de vez en cuando, pero no estaba bien. Quizá existía una chica que le gustaba más que yo, pero estaba claro que yo le importaba lo suficiente como para que unos besos le hubieran sabido a poco y ahora se estuviera comiendo la cabeza. Me sentí fatal, muy culpable. Siempre acababa haciendo daño a alguien, la mala persona que había en mí siempre salía a relucir jodiendo a otras personas. No tenía ni una sola idea buena.

Mientras daba un trago a mi bebida, amarga porque se me había olvidado rebajarla con refresco, busqué a Héctor con la mirada. Sonreía como si no pudiera dejar de hacerlo mientras charlaba con unos compañeros, Elena estaba a su lado y se cogían disimuladamente de la mano. Sentí cómo mi corazón se secaba y empezaba a resquebrajarse. Aquello no iba a ser algo pasajero.

Quizá Mario había malinterpretado el interés de Héctor por mí. Era posible que siguiera sospechando que yo estaba relacionada con el águila que le torturaba. O quizá yo le gustaba y, con ayuda de Mario, le había empujado a los brazos de Elena. Cualquiera de las dos opciones me hacía sentir terriblemente miserable.

Héctor y Elena se miraron y no pudieron evitar sonreír embelesados. Yo sentí una arcada, una real.

Dejé a Mario con la palabra en la boca y me fui corriendo hasta unos setos donde empecé a vomitar. Regué aquellas plantas con puro alcohol, porque apenas había cenado. Las náuseas y la falta de control sobre mi cuerpo eran horribles, pero había algo reconfortante en notar que físicamente estaba tan jodida como emocionalmente.

Unas manos hábiles me recogieron el pelo y me lo apartaron de la cara. Rogué para que quien me estaba sujetando el pelo no fuera Elena. No lo habría podido soportar.

—Joder, qué asco. Espero que de verdad no tengas piojos —gruñó Tatiana—. ¿Tanto asco da besar a Diego?

Ojalá me hubiera sujetado el pelo Elena.

Tatiana me regañó y me dijo que no sabía beber mientras me instaba a echarlo todo fuera. Me limpió la cara con un pañuelo y se empeñó en abrigarme. Tuve que sacar la sudadera y ponérmela para que me dejara en paz. Echó a todo el que se acercó a preguntar por cómo estaba, incluido Diego. Me cogió por la cintura con fuerza, pasó mi brazo por su hombro y me obligó a caminar, dando vueltas por el parque. Yo quería sentarme un rato y echar una cabezada, pero ella estaba aprovechando mi estado para torturarme. Mientras andábamos no paraba de hablar y de zarandearme para que le prestara atención.

Me contó que Jacobo y Lourdes habían vuelto a discutir. Que si Jacobo seguía en Instagram a tal, que si Lourdes le había mandado un mensaje a cuál. No me interesaba lo más mínimo esa historia, yo solo quería tumbarme en el suelo y echarme a llorar hasta que acabara aquella noche de mierda.

—¿Por qué se ha tenido que liar Héctor con Elena? —sollocé en voz alta interrumpiendo a Tatiana. Había llegado a esa fase de la borrachera en la que las palabras salían de mi cerebro sin control. Si normalmente no tenía filtro, borracha era un libro abierto.

Estábamos lejos del resto de gente, pero Tatiana estaba pegada a mí. Me había escuchado perfectamente.

—¿Héctor? —se detuvo sorprendida— ¿Te mola Héctor?

—Sí. —Me encaré con ella, enfadada—. ¿Cuál es el problema?

—Que es un coñazo de tío. ¿Y Diego?

Cuervo (fantasía urbana)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora