Parte 64

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Al día siguiente, durante el desayuno, le conté a mi tía la conversación que había tenido con Héctor. Le pareció bien que compartiera con él aquella información y se mostró sorprendida cuando mencioné el oráculo, pero no me interrumpió hasta que no acabé.

—No pensé que aún existieran. Es raro que él no los mencionara, se supone que es el dios de los oráculos —dijo mientras daba vueltas a la cuchara.

—¿Quién?

—Apolo —murmuró bajando la vista, como si hablara con su café.

Acarició el teléfono, como si estuviera tentada a llamarle. La mesa empezó a vibrar porque su pierna temblaba. Estaba cada vez más nerviosa. No me convenía que mi tía se comiera la cabeza, tenía que parar su tren de pensamientos.

—¿Cómo es un oráculo? ¿Cómo los vamos a reconocer? —Fue la primera cosa que se me ocurrió decir.

—¿Eh? No sé.

—¿Son voladores? Me los imagino dorados, no sé por qué. Pero eso llamaría mucho la atención ¿verdad?

—¿Eh? ¿dorados? ¿por qué dorados? No son hombres, son mujeres. Siempre. Se supone que son chicas muy jóvenes, vírgenes. Aunque, si no recuerdo mal, cambiaron las normas porque los hombres y los dioses eran unos salvajes y era complicado mantenerlas... ya sabes —trazó unas comillas en el aire con los dedos— "inmaculadas", así que las sustituyeron por mujeres muy mayores. No recuerdo cómo quedó al final la cosa, déjame que lo mire...

Tras ojear varios libros, nuestra conclusión fue que el oráculo tendría el aspecto de una mujer muy mayor, con la piel amarillenta, enfermiza, de inhalar los vapores que las pitonisas usan para tener sus visiones. Porque así era como funcionaban: tú les hacías una pregunta, ellas entraban en trance gracias a esos vapores, a esas drogas, consultaban al dios correspondiente y te respondían.

No pudimos comprobarlo ya que no encontramos a ningún oráculo en días. Básicamente porque, aunque ambas nos guardamos un billete de veinte euros en el bolsillo, ninguna de las dos salimos de casa.

Ella no solía hacerlo, y a mí la idea de poner un pie en la calle para que un semidiós me metiera en un maletero y me llevara a un sótano donde había una jaula esperándome no me entusiasmaba, más bien me producía ganas de meterme debajo de la cama y no salir nunca.

Mi tía no me presionó para que saliera a la calle, ni siquiera me lo sugirió. No estoy segura de si fue por lo hipócrita que habría sido que me obligara a hacerlo, o porque se había asustado cuando le conté lo del secuestro. Por otro lado, no tenía clases, así que hasta Nochevieja optamos por pedir comida a domicilio, leer libros sobre mitos griegos y evitar el tema.

La Tati se emperró en que fuera a una fiesta de Nochevieja con ella, sus amigas y algunas compañeras de clase. Seguía teniendo miedo de salir de casa, pero ir a una fiesta así en Madrid había sido mi sueño desde que Alicia me contó cómo eran. Así que, en cuanto Tati nos aseguró que su padre nos recogería y nos dejaría a cada una en su portal, me apunté al plan.

Me puse un vestido de mi tía, obviamente negro, porque no tenía de otro color, unos tacones y después de que dieran las doce campanadas y mi tía y yo tomáramos las correspondientes uvas, pasaron a buscarme.

Era la primera vez que iba a una fiesta tan grande y fue una gran decepción. Cola para entrar, cola para dejar el abrigo, cola para pedir una copa, cola para ir al baño. Estaba mentalizada para bailar con tacones, no para hacer cola con tacones. Eso sí, para besar a un chico no tuve que hacer cola.

Empezaba el año cumpliendo uno de mis propósitos de año nuevo: olvidarme de Héctor. Al menos lo intenté. Y es verdad es que durante un rato no pensé en él, pensé en por qué le había dicho que sí a un chico solo por ser guapo, en lo raro que besaba y en lo mucho que me estaba aburriendo. Al final de la fiesta nos dieron chocolate con churros. El chocolate estaba frío, los churros chiclosos y Tati muy borracha haciendo preguntas sobre el chico con el que me había liado y de cuyo nombre ni me acordaba.

Cuervo (fantasía urbana)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora