30. El infierno

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Estaba de nuevo en ese lugar lleno de penumbras y de una nada absoluta. Giró sobre sus pies descalzos, el suelo estaba lo bastante frío como para entumecerle los dedos. Pero no era solo eso suelo, pronto se dio cuenta de que se trataba de todo el ambiente, porque también se formaban vahos con su aliento. Se abrazó a si mismo y tropezó tratando de llegar a algún lugar. Por supuesto, no había nada.

—¿P-papá?— murmuró, su voz saliendo a medias porque de pronto sus pulmones se sentían agarrotados al tratar de absorber ese frío aire.

No obtuvo respuesta, solo su voz resonando en un interminable eco, como si chocara con paredes invisibles. ¿Que demonios? El frío se hacía cada vez más y más intenso, empezó a temer que si se quedaba parado por cinco segundos más, se congelaría por completo, así que empezó a correr. O lo intentó porque de pronto sus  músculos se sentían pesados, espesos. Un sonido sibilantes a sus espaldas lo hizo tropezar. Cayó duro contra el suelo y se giró rápidamente esperando encontrar a una criatura esquelética tratando de atraparlo para arrancarle el alma y encerrarlo.

No había nada.

Sacudió la cabeza. Su pecho subía y bajaba de manera errática. Los vahos que su aliento formaba eran densos. Carajo, era un sensación horrible. Se puso de pie con movimientos rígidos y justo cuando giró, se topó de lleno con una de esas horrendas criaturas. Su rostro esquelético le sacó un susto tremendo, más con esos ojos vacíos que parecían como abismos infinitos. Un grito se atoró en su garganta. Su cuerpo se sintió repentinamente paralizado. Y no debería ser así, pues había estado frente a una infinidad de criaturas sobrenaturales que eran aterradoras.  Y sin embargo, en aquel momento estaba aterrado. La Parca levantó su mano huesuda, con la intención de tocarlo.

—No vas a escapar— siseó la criatura con esa voz criptica —. No escaparás una segundo vez, tu alma será nuestra.

Gritó echándose hacia atrás justo para evitar que esos dedos largos e inhumanos lo tocaran. Pero en lugar de poder huir, chocó con un cuerpo firme. Giró e redondo solo para toparse con que ahí frente a él estaba el maldito Belial, con esa sonrisa arrogante y detestable.

—Bueno, bueno, bueno, pero si es el juguete de Lucifer. Hola, de nuevo, humano ¿Listo para que acabemos con lo que dejamos pendiente? ¿Estás preparado para morir de una buena vez por todas?

—Aléjate de mi— su voz salió llena de terror y como autoreflejo se llevó las manos al pecho a la espera de que un terrible dolor lo invadiera.

—Será un deleite acabar contigo— los ojos de Belial se fijaron más allá de su hombro y solo entonces Nash recordó que era lo que había detrás. Fue tarde para cuando intentó girarse.

Un brazo esquelético se envolvió a su alrededor apresándolo como si de una banda de de acero se tratara. Una mano que olía a putrefacción y enfermedad tapó su boca impidiéndole gritar. Frente a él, Belial sonrió con las manos metidas en los bolsillos de su pantalón.

—Entonces esto termina ahora…

Nash se despertó enredado entre las sábanas, con un grito atorado en a garganta. Su pecho se convulsionaba con las respiraciones agitadas. Estaba temblando, siendo recorrido por sudores fríos. Ugh… Había sucedido de nuevo, la misma pesadilla que había estado persiguiendolo desde que recuperó sus recuerdos. A este punto Nash estaba seguro de estar padeciendo un episodio de estrés post traumático. Y los más sensato sería hablar con alguien al respecto, pero…¿cómo hacerlo cuando la raíz de sus pesadilla eran cosas que un humano no entendería? Probablemente un terapeuta encontraría la manera de tomar lo que Nash le contara y ponerlo en un contexto lógico, pero eso no haría que lo que Nash estaba experimentando se volviera algo de carácter humano. Era imposible. Porque él sabía la verdad e ignorarlo resultaría demasiado difícil.

La Oscuridad Seduce ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora