10. Aroma a sangre quemada

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Diario de Débora


La noche solar, la noche sol, la noche,

la noche solar, la noche sol.

Este amanecer es la oscuridad.


17 de marzo de 2003


Dieciséis de marzo. Ayer. Es importante anotar esta fecha. ¿Por dónde empiezo? Estoy loca; tengo que estarlo, es la única explicación. Las manos me tiemblan... me cuesta escribir.

Recién pude controlarme y dejar de llorar. No quiero manchar el cuaderno. ¡Dios! ¿Cómo pudo pasar? ¿Por qué? Nunca tendría que haber salido de casa. ¿Me hubiera salvado así?

No. Esto ya estaba en mí... ¿Qué soy?

Ocurrió ayer, sábado a la noche. Íbamos a salir con las chicas, y yo daba vueltas por mi cuarto mientras las esperaba. Para calmar mis nervios, empecé a tocar Noche solar en el piano.

Todavía puedo escucharla en mi cabeza. No sé por qué, pero esa canción es importante. De alguna forma que no llego a comprender, me terminó salvando.

En el boliche no la pasamos del todo mal. De hecho, la música era mejor de lo que creía. Mariza consiguió tragos gratis, probé uno que era espantoso y me dejó asqueada. ¡¿Qué importa eso ahora?!

Estuvimos siempre juntas, cuidándonos de los imbéciles que insistían con sacarnos a bailar cuando ya les habíamos dicho mil veces que no y de los que nos decían asquerosidades. A la salida, el papá de Laura pasó a buscarnos con el auto y nos dejó en nuestras casas. Yo fui la última.

Me sorprendió no encontrar a mis viejos esperándome. Estaban re dormidos, hasta roncaban. Subí las escaleras sonriendo. Me sentía aliviada y segura porque estaba en mi casa. Qué tonta.

Cuando abrí la puerta de mi cuarto, los vi. Las capuchas ocultaban sus caras y vestían túnicas de un rojo carmesí. ¿Quiénes eran? ¿Qué hacían en mi casa? Intenté escapar y llamar a mis viejos, pero esos... esos monjes satánicos se abalanzaron sobre mí antes de que pudiera gritar.

Lo siguiente que recuerdo es despertarme mareada, sintiendo la tierra arenosa y fría en la espalda y el aroma dulce de los eucaliptos. Estaba en el bosque. Veía las ramas sacudiéndose, tapando por momentos las estrellas.

Intenté levantarme, pero algo me retuvo. Me picaban las muñecas. ¡Estaba atada! Las cuerdas que me sujetaban estaban fijas a unas estacas clavadas en el suelo. Giré la cabeza, desesperada, tratando de ver más. Grité al notar un círculo negro trazado a mi alrededor.

Escuché pisadas; las hojas secas las delataban. Era uno solo. Me sacudí e intenté hablarle. Creo que lo amenacé y empecé a insultarlo, hasta que vi que traía una antorcha en la mano. Volví a gritar. Estaba atrapada y ¡él iba a quemarme! La antorcha desapareció, y segundos después surgió un fuego inmenso. Todavía puedo sentir el calor de las llamaradas...

Pensaba que iba a morir ahí mismo, pero enseguida supe que no me estaba quemando. El fuego giraba en el círculo que me rodeaba, cambiando de colores sin cesar. Sentí alivio... No tenía idea de lo que me esperaba. Ahora, con solo recordarlo, me invade el horror.

Los vi acercándose de a poco, cargando velones negros y entonando cánticos que erizaban mi piel. Eran los monjes carmesíes, con sus rostros ocultos. Los amenacé y grité. Los insulté. Les rogué. Pedí ayuda, humana y divina. Pero nadie respondió.

Me rodearon, justo cuando llegó una nube de murciélagos que empezó a revolotear sobre mí. Algunos bajaron y empezaron a treparse a mi ropa. Chillaban y se movían, dejaron sus excrementos en mi vestido. Lo escribo y me estremezco.

No puedo explicar el miedo y la repulsión que sentía. Todavía los escucho. Y el olor... Creo que vomité. Los murciélagos se fueron.

A esa altura, ya no podía gritar, solo gemía, aturdida por el miedo y el frío. Temblaba de desesperación.

En ese momento entró al círculo un hombre de barba candado, el primero en llegar con la antorcha. Creo que su pelo era castaño. Recuerdo que sus ojos verdes parecían ser capaces de leerme la mente. Volcó algo en el fuego, del que surgió un aroma tan ácido como nauseabundo, que no pude reconocer. Empezó a hablar en rimas. Tardé en darme cuenta de que era una invocación.

De algún modo, supe que ese olor repugnante era sangre humana; sangre hirviendo, quemándose. Y me golpearon las imágenes de mis sueños. Los planetas y las estrellas, también espadas, escudos y hachas luminosas de tecnología desconocida. Personas, o quizás criaturas, a las que me enfrentaba.

Hasta que vi una estrella acercándose hacia mí... Su fuego empezó a mezclarse con los chillidos, cada vez más fuertes, de los murciélagos. Grité y grité hasta que mi voz se quebró... y también mi alma.

¿Lo habré imaginado? Tal vez fue un sueño. No. Veo mis ropas sucias y quemadas, y sé que no fue así. El hombre se apartó, y yo sentí que me elevaba. Lo miraba desde lo alto, mientras el viento soplaba con fuerza, avivando mi fuego.

Me envolvió una corriente eléctrica y me sentí distinta, cambiada: oscura y poderosa. Él recitaba unas frases sin parar, cada vez más furioso. Había una energía invisible que quería enhebrarse en mi cabeza, pero yo me resistía.

Entonces, no sé por qué, empecé a escuchar Noche solar en mi cerebro:


La noche solar, la noche sol, la noche,

la noche solar, la noche sol.

Este amanecer es la oscuridad.

Un planeta desértico

unió a las hermanas

para construir su templo.

Durante el crepúsculo

ellas sueñan que al final

se eclipsarán.


Con solo escribir algunas estrofas en este papel, logro calmarme y retomar fuerzas. Puedo sentir que ya empiezo a olvidar lo sucedido, pero no voy a permitirlo. Va a quedar asentado en este diario.

Cuando escuché Noche solar en mi mente, los monjes comenzaron a flaquear en sus invocaciones. Estaban confundidos, hablaban entre ellos. «¡No funciona!», dijo el hombre de ojos verdes. Entonces... No me acuerdo de lo que hice. Solo una sensación: ardí.

***

Sé que pude volver, aunque no entiendo bien cómo. Mientras escribo, tengo una cascada de fotos rotas en la mente: el bosque, las estrellas, los monjes carmesíes, el hombre de ojos verdes... Y siento que caigo entre esos fragmentos; caigo hacia mi casa, pequeña, lejos, a mis pies, cada vez más cerca.

No puede ser.

Después de eso, solo recuerdo que estaba en mi cuarto. Mi cuerpo se sentía raro. Lo peor fue cuando me vi en el espejo. No grité porque no sabía si podía hacerlo. Era una criatura. ¡Era una bestia, un monstruo!

Al moverme sentía músculos nuevos y otra piel, estirándose. Me da escalofríos pensar en eso.

Me desesperé. Cerré las ventanas, traté de arrancarme esa nueva piel asquerosa que me cubría. Me escondí en la cama, debajo de las sábanas. ¿Vendría a buscarme el tipo de ojos verdes con sus monjes? Mi apariencia... ¿Qué habían hecho conmigo?

Cuando salí de la cama, respiré profundo. Hice frente al monstruo del espejo, cerré los ojos e intenté que desapareciera, que todo fuera un sueño.

Los abrí y el monstruo seguía ahí, pero empezaba a desvanecerse. Nunca me sentí más aliviada. Seguía siendo Débora, podía volver a ser Débora, aunque eso estaba en mí. Está en mí. Y va a regresar en algún momento.

Somos Arcanos 1: Recuerdos perdidos (Premio Wattys 2017)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora