Capítulo 29

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Existían dos requisitos indispensables si uno quería atravesar Los Ángeles en coche un viernes por la tarde y no morir en el intento: Paciencia y tiempo, y a mí no me quedaba nada de ambos

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Existían dos requisitos indispensables si uno quería atravesar Los Ángeles en coche un viernes por la tarde y no morir en el intento: Paciencia y tiempo, y a mí no me quedaba nada de ambos.

Me compadecí de Howard que, además de conducir la furgoneta destartalada de la empresa durante aquellas interminables horas de tráfico, tenía como copiloto a James y esos aires de enteradillo con el que le daba directrices a grito pelado. Y es que ni el sonar incesante de las bocinas a nuestro alrededor ni los chirridos de los neumáticos contra el asfalto, nada, absolutamente nada, le hacía la competencia al insufrible tono de voz de James.

Después de casi tres cuartos de hora en los que sus quejas acompañaron al ruido del tráfico cual orquesta disonante y en el que nos perdimos un par de veces gracias al complejo de GPS que tenía nuestro superior, llegamos a nuestro destino: El Arts District de Los Ángeles. Su extensión no ocupaba más que algunas manzanas, pero en ellas se cocía un ambiente particular que no podía reproducirse en ningún otro sitio. Lo que alguna vez fueron calles desoladas y nada recomendables para un paseo nocturno, ahora eran el seno en expansión en el cual artistas urbanos podían esculpir sus lienzos y marcar nuevas tendencias.

La estructura del edificio, pese a las severas remodelaciones interiores, permanecía prácticamente intacta y dejaba entrever lo que fue antaño: una fábrica de entre muchas otras que predominaron durante la época de la segunda guerra mundial y el boom industrial y que, ahora, estaban obsoletas. Divagué por ella mientras el equipo terminaba de preparar lo necesario para la entrevista, las paredes de tocho color azafrán estaban repletas de cuadros de colores y texturas diversas entre los cuales no existía correlación alguna más allá de la para nada discreta firma de Larry Scott, el artista por el cual nos movilizamos aquella tarde.

Desde luego, que algunos lienzos se mantuvieran en suspensión gracias a los hilos de pescar predispuestos en el techo, le daba un toque estético al emplazamiento; no obstante, y aunque no lo hubiera dicho en voz alta, no era una gran idea. De hecho, era una malísima idea y lo que pasó a continuación no extrañó a ninguno de los presentes.

El lienzo que Connor sostenía se escurrió entre sus manos al tocarlo como si estas estuvieran bañadas en mantequilla y, aunque él trató de cogerlo al aire, terminó por caer al suelo. El chasquido se expandió e hizo eco por toda la fábrica casi al mismo tiempo que la boca de Connor se convertía en un surtidor de originales blasfemias y llamativas maldiciones.

Se agachó para recogerlo farfullando palabras ininteligibles y yo, que estaba lo suficiente cerca como para distinguir el bamboleo de emociones súbitas que hostigaba sus dulces facciones, me aguanté la risa. No fue hasta que vi cómo el cuadro tocaba el suelo por tercera vez consecutiva que decidí ponerle remedio a la situación e intervenir.

—Gracias —Expresó con un suspiro que prometía haber agujereado la tela del panel a puñetazos de no ser por mi aparición.

—Yo también lo habría tirado al suelo —Confesé tras recolocar el lienzo en el lugar que le correspondía—. Es una bazofia.

El irresistible juego de Midnightemptation (BORRADOR)Where stories live. Discover now