Capítulo 34

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Los primeros acordes de un concierto eran vitales; se meditaban, reformulaban y ensayaban durante semanas para que fueran exactamente lo que debían ser: imperfectos a un nivel impecable y capaces de crear un oleaje de expectación a orillas de un r...

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Los primeros acordes de un concierto eran vitales; se meditaban, reformulaban y ensayaban durante semanas para que fueran exactamente lo que debían ser: imperfectos a un nivel impecable y capaces de crear un oleaje de expectación a orillas de un río sin caudal. Existían durante una brevedad aplastante y, sin embargo, eran capaces de cautivar al público de forma mágica. Y, tras semanas de una práctica casi teórica, perecían al instante para dar vida a la multitud que los escuchaba; para hacer de su fuero interno una bebida efervescente que exigía que alguien más se bebiera sus burbujas.

El bullicio en el ambiente se convertía en un imprescindible de la melodía que sonaba y las ovaciones, producto del frenesí del momento, en el estribillo más pegadizo. La euforia se extendía entre el gentío a la velocidad de un patógeno altamente virulento entre huéspedes susceptibles y, de un momento a otro, todos quedaban atrapados por ella. A lo largo de las próximas dos horas, los brincos se convertían en el medio de liberación de esta excitación creciente y los gritos, incluso aquellos que se rompían a medio camino, en la forma más común y sincera de expresarse.

Al acabar el concierto, una sonrisa en los labios del artista y otras tantas en el corazón de quienes habían presenciado el espectáculo, y un escenario a la altura de todo lo demás: Necesitado de una limpieza íntegra. Y, en ese momento, yo era la pista, gradas, escenario y hasta el camerino antes, en medio y después del concierto de una codiciada boyband. Estaba exhausta y requería de una limpieza a niveles profundos, incluido el emocional.

La oscuridad acogió el suspiro que vertí en ella con afabilidad y permitió que campara a sus anchas por la habitación cual madre custodiaba a su retoño en la lejanía; dándole rienda suelta a su independencia, pero sin sacarle el ojo de encima. Mientras esa exhalación se fundía en el ambiente, yo no podía dejar de pensar en que la oscuridad me parecía, válgase la redundancia, mucho menos oscura de lo habitual esa noche y, sin embargo, más sinuosa que de costumbre.

La tormenta que azoraba el exterior no había menguado, de hecho, la lluvia salpicaba el suelo incluso con mayor agresividad que media hora atrás y el olor a petricor ya se había colado por las cañerías y se respiraba en nuestra habitación. El cielo rugía como un león enjaulado y hambriento mientras que nosotros, amparados bajo el techo de Hypnosis y resguardándonos del frío en la calidez del colchón, esperábamos con una avaricia infantil la llegada de los haces de luz que seguían a esos truenos. Quizá con la ilusión de que alguno de esos relámpagos hiciera por nosotros lo que ninguno de los dos se atrevía a hacer: disipar la oscuridad entre la que aprendimos a conocernos.

Ni siquiera el tacto frígido y apático de la ropa húmeda, que se adhería a mí como una segunda capa de piel desde que aquellos nubarrones se me vaciaron encima, lograba dispersar mi atención. Todo carecía de importancia cuando él era lo único que podía sentir.

El ya tan conocido tintineo de mi teléfono, seguido del sutil e intermitente foco de luz que emitía la pantalla ante la llegada de un nuevo mensaje, hizo que el cosquilleo que me acompañaba desde que entré en la habitación se hiciera todavía más evidente.

El irresistible juego de Midnightemptation (BORRADOR)Where stories live. Discover now