Capítulo 1

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Con enorme ilusión hubo estado esperando por ese día; día en el cual cumplía quince años de vida, recibía el verano del año 1933, y su padre, —residiendo lejos debido a su trabajo— había prometido llegar a tiempo para celebrar, si no con una gran fiesta, por lo menos el que estuvieran juntos.

Lamentablemente, días anteriores su madre la hizo conocedora que aquél, —a quien con tanta emoción esperaba—, no iba a llegar a tiempo.

Por ende, Blanch, —una joven de cabellos castaños lacios oscuros y de ojos color aceituna—, yaciendo su elegante y esbelta figura parada frente a un gigantesco ventanal, en su mano sostenía una carta.

A ésta la golpeteaba nerviosamente contra la otra.

Una hora estaba esperando; y ésta hizo su arribo en el momento que la puerta de su habitación se abrió.

— Está todo listo, señorita.

El trajeado mayordomo, con propiedad, le hubo hablado; y con propiedad, seguiría comportándose cuando ella, luego de girarse, le agradeciera.

— Esta carta la pondrás en su mano cuando yo ya me haya instalado — ella indicó una vez que estuvo a lado del sirviente.

— Le garantizo que así mismo lo haré.

El empleado recibió la misiva; y conforme la metía en uno de sus bolsillos escuchaba la cuestión:

— ¿Tu esposa nos acompañará?

— Sí, Mi lady.

— Por favor, Hernie —, la joven castaña lo regañaría: — deja de hablarme así, o en el instituto no creerán que eres "mi padre".

— Lo siento... Blanch.

Ella sonrió levemente del gesto apenado del hombre para enseguida urgir:

— Bueno; ahora, vayámonos. Es largo el camino a recorrer.

Con un asentimiento de cabeza, el trabajador dio un acceso.

La quinceañera lo tomó; y no pararía sino hasta que estuvieron frente a un auto estacionado en la calle desde donde podía verse la bella residencia dejada; y donde una mujer también la aguardaba.

Debido a la cara de esta última también se le sugería:

— Ruth, si no cambias tu cara, vas a echar a perder mi plan.

— Es que, señorita... —, la fémina retorcía en sus manos un pañuelo, y su mirada estaba clavada en el suelo. — Si su madre se entera que la estamos ayudando no sólo a escapar, sino que además usurparé su lugar, nuestros trabajos están en peligro.

— No va a pasar nada, mujer —. Blanch la tomó por los hombros asegurándole: — Además, para cuando papá se entere, yo ya vendré de regreso; y ustedes seguirán trabajando para él como siempre.

La confianza que la joven les proyectaba, consiguió que el matrimonio, entre sí, se dedicara miradas con un color ciertamente de consternación.

Años tenían elaborando para ese hombre que buen carácter era lo último que poseía, por lo menos nunca se lo veían en cada esporádica ocasión que los visitaba en Nueva York.

Blanch, —no desconociendo el concepto de ogro que tenían de su padre—, sonrió burlonamente de aquellos dos seres que seguían dudando y resistiéndose a continuar con la loca aventura que esa jovencita estaba por emprender.

No obstante, ella estaba decidida; y ellos habían aceptado en ayudarla; por ende, resignada, la pareja de empleados, después de haber visto ascender a su quinceañera empleadora al auto, ellos lo hicieron para poner en marcha un motor que los llevaría hasta...

. . .

Con el programa Nuevo Trato del presidente Franklin Delano Roosevelt, la Gran Depresión en el país norteamericano, marcaría su fin.

Desafortunadamente, la familia Ardley hubo sido una de las primeras víctimas y de las mayormente afectadas, perdiendo con ese desastroso evento financiero, mucho de su emporio, que para recuperarlo, debían declararse completamente pobres para que también fueran parte de los beneficiados; sin embargo...

— ¡Nunca! — hubo sido el determinante rechazo y última objeción de la señora Elroy.

Y es que, aunado a su edad, el temple que la caracterizaba, las tragedias de su familia que una a una hubo vivido, y el miedo de perder Lakewood, —lo único que con garras y dientes hubo peleado y rescatado al seguir siendo la matriarca del clan escoses—, su corazón no resistió más, y pereció; quedando en su lugar la nueva cabeza de los Ardley y legalmente esposa de William Albert: Candice White.

Ella, la rubia, también se resistió a deshacerse de esa propiedad. Por lo tanto, a lado de George Johnson, ahora su mano derecha; Archibald Cornwell, su esposa Annie Brighton y la inseparable e incondicional amiga Patricia O 'Brian, hallaron la manera de rescatar un poco de su patrimonio; y si la idea funcionaba su familia también estaría salvada.

La propiedad era sumamente extensa; y gracias a aquella que Albert amaba, —es decir, la madre naturaleza—, de ésta seguían recibiendo la hermosura de sus bosques, sus animales, sus lagos, sus ríos y sus flores.

Las construcciones residenciales eran capaces de dar alojamiento a un gran número de visitantes, que así como un día ella lo estuvo de la infinidad de esculturas que ahí conservaban, auguraban quedarían maravillados y encantados.

Sólo era cuestión de salir a promocionar la Mansión de las Rosas. ¿Con quién? Con familias no tan afectadas económicamente, y que señoritas tuvieran como parte de sus miembros para ofrecerles un curso de verano que contendría clases de Historia, Natación, Repostería, Agricultura, Equitación, Croché, Invención, Enfermería, Moda, en fin, todo aquello que fuera posible sacarle provecho e incluirlo como parte de una buena educación.

Del gobierno no pidieron mucho: únicamente el permiso para emprender con su nuevo negocio.

Dado éste, y una tabla de intereses que debían cubrir si sus números les favorecían, lo que quedaba de la Familia Ardley dejó a un lado el glamour y las comodidades que años atrás hubo gozado para vestirse de humildad y dar lo mejor de sí mismos por aquellos que más amaban y para salir del hoyo en el que se encontraban.

. . .

El rumor de este lugar llegó a oídos de Blanch por medio de sus compañeras de colegio, que gracias a su extravagancia, las motivaría a ir allá.

Ella también; pero más que nada lo hacía por rebeldía: por desquitarse de su padre que no hubo llegado a tiempo para festejar juntos su cumpleaños; y para molestar a su madre, de la cual emanaba el fuerte olor de un clandestino romance, y que por atender a éste, de su hija se estaba olvidando. 

PRISA POR OLVIDARWhere stories live. Discover now