Capítulo 3 parte A

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Confiada de que la estudiante castaña había ingresado a la mansión, Candy emprendió sus pasos.

Éstos la llevarían por la misma dirección que el joven guardabosques tomara, para cruzar de igual modo el arroyo y llegar a casa, de la cual, al estar en su interior, una habitación también buscó, encontrando ésta vez a su esposo dormido y a su querida madre intentando ponerse de pie.

— Deja te ayudo.

Candy hubo ido hasta ella para ser auxiliada.

— Gracias, hija. La edad sí ya que me pesa —; para no decir sus descuadriladas y anchas caderas. — ¿Cómo les fue? — se preguntó ya estando de pie.

— Muy bien —, la rubia hablaba quedamente, yendo al sereno rubio. — Tenemos sesenta invitadas.

— ¡Son muchas, Candy! — se expresó con sorpresa.

— Sí; y para serte honesta —, la pecosa se inclinó para besar la cálida frente de Albert; — no sé si podremos controlarlas.

— ¡Claro que podrán! — la voz de Pony entonó energía. — No pierdas la fuerza ni la confianza.

— Esas, querida Pony, las perdí hace mucho tiempo.

El desanimo de la mujer era notorio, pero no el cariño y la delicadeza con que acariciaba el rostro masculino.

— Candy, hija —, pretendieron recriminarla.

En cambio, la ex enfermera no se dejaría al solicitar inmediatamente:

— ¿Puedes dejarme a solas con él?

Contra aquella derrotada actitud ya no podían alegar. Por ende, se diría:

— Sí, por supuesto. Estaré en la cocina por si quieres cenar.

— No; ya lo hice para acompañar a las nuevas alumnas.

— Siendo así, entonces, me voy.

— Gracias — apreció Candy siguiendo el cansado caminar de la religiosa que amablemente se hubo ofrecido a ayudarles.

La hermana Lane se había quedado en el todavía existente orfanatorio, donde ahora no sólo niños recibían, sino a uno que otro adulto, el cual, iba a mendigar un pedazo de pan, y que se le daba gracias a las dádivas del Rancho Cartwright.

Viendo que la puerta era cerrada, la rubia posó su mirada en el que reposaba en la cama y que le decía:

— Haz vuelto.

— Sí, cariño, ya estoy aquí.

Ante la mirada azul del rubio, el rostro de Candy cambió trescientos sesenta grados.

— ¿Y qué tal la experiencia?

— Agotadora, pero... todo valdrá la pena.

La rubia se sentó en el borde de la cama y de frente a él que hacía la siguiente observación:

— Me alegra oírte y verte entusiasta.

— Quizá se deba a la juventud que ha llegado.

— Vamos, Candy. Tú apenas la dejaste ayer.

— Sí, ¿verdad?

La mujer sonrió como siempre, e hizo una divertida mueca apoyando la galantería de su guapo esposo.

— ¿Ya cenaste?

— No, pero... nada me apetece en estos momentos.

— Albert, debes comer.

PRISA POR OLVIDARWhere stories live. Discover now