Capítulo 21.

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Es un dolor extraño. Morir de nostalgia por algo que no vivirás nunca.

Alessandro Baricco.

Anabette.

Cuando Ixhel salió de la habitación, yo salí disparada hacia la puerta, pero  se cerró estrepitosa y brutalmente rápido, atrapándome.

Estaba encerrada, sola y confundida.

«Tu familia está muerta y tus amigos no existen»

«Jeremy, es mi hijo, y él ya no está con nosotros»

No era posible, eso no podía ser cierto, tenía que ser mentira, esto seguramente era parte de mis alucinaciones, quizá había pasado la hora de mis pastillas, tal vez me había desmayado y pronto despertaría, sí, eso creía, me obligué a creerlo durante horas...

Pero nada pasó, nada cambió, solo las horas de intensa soledad pasaban y pasaban con cada segundo burlándose de mí, lo que había dicho Ixhel se materializaba más y más. Estaba sola, esto era real, estaba...

El sentimiento fue tan gélido que quemó, más que un tizón de madera tostada y ardiente que se incrusta en tu piel. Grité y grité hasta que mi garganta ardió, hasta que mi boca se secó, las lágrimas se escaparon de mis ojos sin consentimiento. Me sentía febril de la impotencia, sentía una agonía en mi garganta cada vez que brotaba alguna palabra de mí. Supliqué que me liberarán, clamaba y gritaba: ¿Por qué a mí? ¿Por qué a mí? ¿Por qué a mí?

Solo era una niña inocente cuando ellos me tomaron, no tenía ningún sentido. Tal era mi desesperación, que empecé a acaparar todo lo que estaba esparcido en la habitación y a estamparlo contra las paredes...

Golpe, tras golpe, tras golpe y ni una abolladura se formó. Nada funcionó, ninguna puerta se abrió, ninguna pared cesó.

La desesperación había surgido, visible en la superficie, como espuma en las olas que rompen y rompen. Y presa del eufórico torbellino de emociones dentro de mí, tomé una de las jeringas sobre la mesa de metal, y la coloqué en mi muslo.

Si mi realidad, mi vida, mi familia y mis amigos eran un sueño... Yo no tenía motivos para estar despierta en este asqueroso y patético intento de vida. Aguardé unos segundos... pero no surtió ningún efecto.

Apliqué otra y... Nada sucedía.

Repetí el mismo procedimiento un par de veces más, hasta que me quedé sin más jeringas.

Tendida en el piso, sollocé, dejé salir todo. Gritos y más gritos escapaban de mi garganta, estaba sola y nadie vendría a consolarme. Realmente estaba sola, no conocía a nadie y ni siquiera sabía cómo era en realidad el mundo allá afuera. Lo único que podía hacer en ese momento era llorar. Y ni siquiera podía llorar por lo que perdí, no podía consolarme diciendo que al menos tenía los recuerdos o las experiencias, porque mi vida, mi realidad nunca fue mía. No la había perdido porque en realidad nunca la tuve, y a decir verdad, estaba llorándole al recuerdo de la nada.

Esa noche lloré y grité hasta que no pude más, hasta que mi garganta sangró y mis ojos ya no tenían más nada que dar. Y por un momento, por un diminuto momento, sentí calma... y recordé. Recordé cuando lo conocí, y me dijo que las emociones eran como un vaso de agua. En ese momento, me di cuenta que había verdad en sus palabras, pero yo le agregaría una cosa más; porque mi vaso no simplemente sufrió el aguacero y obtuvo la calma; mi vaso se desbordó, cayó al piso, se fragmentó en miles de pedacitos y luego lo recogieron con una pala embarrada de excremento y lo echaron a la trituradora.

La vida me golpeó fuertemente en la cara repetidas veces. Todo siempre fue una gran bola de mentira, como un meteorito y en esta obra mi realidad hizo el papel de los dinosaurios. Se esfumó, se quebró y de esta solo quedaron pedazos, e historias sueltas que nadie sabía con certeza si en realidad eran ciertas. Solo quedaron pequeñas partículas de vagos recuerdos en mi mente.

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