Capítulo 32.

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Supo que fue una ruptura de algún tipo.

La aceptación de una esperanza fallida.

—Corte de llamas plateadas.

Jeremy.

Siempre fui consciente de que mi madre era egoísta, que su amor por el dinero y el poder habían matado a esa madre tierna que alguna vez tuve... Si es que alguna vez esa mujer existió.

Desde que Anabette despertó, todos los días posteriores a eso, había estado atando cabos sueltos. Uno aquí y otro allí no encajaban, eran como piezas de rompecabezas desiguales, no tenían sentido alguno, no eran posibles.

Por muy avanzada que fuese la tecnología en Centinela. Mi perpetuo estado era anormal. La homeostasis de mi sistema era algo casi fantástico. No podía estar tan enfermo y sentirme tan vivo, con tanta energía, sin que nada en mí fallara de nuevo.

Fue duro. Al parecer todas las noticias y las cosas que recibía de mi madre eran golpes duros, que agrietaban mi ser ya lo suficientemente desgastado y decepcionado.

Ahora Mouse hacía lo mismo.

Y me preguntaba:

¿Qué tan malo había sido yo en otra vida?

¿Por qué había tenido tan mala suerte?

Si yo ni siquiera podía considerarme una mala persona.

La noche que Mouse me contó la verdad no dormí, no salí ni comí el día siguiente, ni el siguiente a ese tampoco.

No quería salir de mi habitación, no quería ver a nadie, no quería ver a Anabette, y recordar lo que le habíamos hecho. No quería ver a Cárter, verlo era un recordatorio constante de que no podía esperar otra cosa de la humanidad sino mentiras, decepción, maldad y egoísmo.

Al tercer día, Owen apareció, con una sopa y agua, en el marco de mi puerta.

—Toc, toc —habló. Cerró la puerta y pasó sin esperar mi respuesta.

Mi habitación era un desastre. Había pedazos de astillas aquí y allí cerca de una de las repisas, o lo que quedaba de ellas después de haberme caído, al parecer no comer dos días y medio mareaba un poco.

Había ropa esparcida aquí y allí, una de las lámparas había sufrido a consecuencia de mis mareos, la luz que irradiaba era tenue, titilaba y estaba ladeada hacia un costado.

—Te ves mal, Clarckson.

—¿Qué tal has estado tú, Wen? —pregunté en cambio. Ignorando completamente su comentario.

—Hay días buenos y días malos, Jeremy. Así como todos los demás. Pero intentamos mejorar —posó la comida que traía en una de las mesas.

—No tengo hambre, gracias.

—No has comido en tres días, Jeremy. Obviamente tienes hambre...

Yo no respondí, y posé la mirada en su mano. Había cicatrices blancas, de un lado al otro a lo largo de sus brazos, se veían como finos hilos de fuego brillantes que abrazaban su piel.

—¿Cómo lo hiciste, Owen?

Él parpadeó unos segundos, y tragó saliva.

—¿Por qué me ayudas? ¿Por qué sigues teniendo fe en que las cosas van a funcionar? —continué sin esperar su respuesta.

Su mirada me estudió un largo rato; observó mi habitación, el desastre, la oscuridad, la humedad, lo sombrío que estaba todo, la demacración de mi rostro.

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