Capítulo 12.

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Quien hace una pregunta, debe ser capaz de soportar la respuesta.
—Juego de tronos.

Anabette.

Me sentía como una niñita de cinco años, esta no era la mejor manera de solucionar el problema. Lo emporaba, sabía que lo hacía. Pero seguía molesta. Yo había venido, mi mente me había susurrado cosas horribles. Había venido aquí por miedo de haber hecho algo mal. Por haber hecho todo mal. Solo quería enmendarlo y él lo había tomado a juego. Fijé mi mirada en él, en lo alborotado y esponjoso que se veía su cabello, en lo rojas que estaban sus mejillas, y en como su nariz se veía iluminada, brillante, y fría como si estuviese congelada.

Su mirada se encontró con la mía.

—¿Bonita vista? —indagó.

—¡Te detesto! —solté, rompiendo mi ley del hielo.

Su sonrisa se extendió y su mirada se suavizó.

—Creí que el enojo duraría mucho más tiempo.

—Yo no vine aquí a pelear. Quería una respuesta. Gracias por darme todo lo que no quería.

Se acercó un poco más.

—De verdad lamento lo de ayer, Bette.

—¿Estás molesto conmigo?

—Por supuesto que no ¿Por qué lo estaría?

Miré hacia la calle, armándome de valor, organizando la respuesta en mi mente.

—¿Podemos entrar a la cafetería? Debo tomar unos medicamentos —respondí en cambio.

Faltaba poco para las cinco treinta.

Él asintió, buscó la llave en su abrigo y abrió uno a uno cada uno de los candados. La puerta se abrió, sus bisagras gimieron. Jeremy se volvió para indicarme que entrara, y algo había cambiado en su mirada.

—¿Estás bien? —pregunté.

Me acerqué más y fue aún más notorio. El infinito negro de sus pupilas se encontraba rodeado de un rojo río de sangre.

—Podría estar mejor —admite, dándole paso a un espeso silencio, quien fue nuestra única compañía los siguientes minutos.

Caminé junto a él, hacia la cafetería solitaria. Las luces se encendieron y yo me dirigí hasta una de las sillas junto a la barra. Jeremy siguió mis pasos, y cuando hice un ademan para comenzar a hablar, él me hizo un gesto con su mano y desapareció tras la puerta de la cocina.

Lo esperé. Mi mente se distrajo un poco escuchando el sonido de las gotas caer, similar al que se produce al verter arroz en un embase de vidrio.

Jeremy reapareció, con un vaso en su mano. Lo posó frente a mí y se sentó a mi lado.

—Gracias, mañana pagaré esto... —informé, señalando el vaso con jugo dentro.

—No es nada, tranquila, corre por mi cuenta —contestó con simpleza.

—Gracias.

Ninguno habló los siguientes diez minutos. Mi teléfono titiló con un reloj reluciendo en la pantalla, marcando:

5:30pm.

Tomé las pastillas, y esperé.

—¿Podemos hablar ahora? —preguntó.

—Sí.

—¿Estás bien?

No, desde hace tanto tiempo no sé qué es estar bien.

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