Capítulo 37.

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Me encontré sentado en el borde de la cama, llorando.
Podía sentir las lágrimas con mis dedos. Mi cerebro era un torbellino, aunque me sentía cuerdo. No podía entender lo que me ocurría.

Charles Bukowski.

Anabette.

Había un inmenso prado, el sol tostaba mi piel con besos cálidos y acaramelados, los pájaros volaban sobre nosotras, las nubes se arremolinaban y el cielo estaba refulgente de dorados, el amarillo y el rosado predominaban. La brisa fresca mecía el pasto y cantaba, la naturaleza cantaba en una alegre sinfonía de colores vibrantes.

El sol picaba sobre mi piel, y yo estaba feliz. Todo había sido un sueño, todo el dolor desagradable había sido solo una pesadilla, la última de mis pesadillas. Era una niña otra vez, mis extremidades eran cortas y mis pies diminutos, y lo mejor de todo, tenía una hermana. Tenía a Sophie conmigo, y ambas jugábamos sin preocupaciones.

Sophie corría hacia arriba de la montaña empinada, más alto y más alto, tenía sus manos extendidas y acariciaba el follaje, hacía volar los pétalos de los dientes de león, sonreía y su risa era tan radiante como el sol sobre nuestras cabezas. Y yo le gritaba, mis palabras se mezclaban con el viento.

—¡Tienes que esconderte! —al parecer estábamos jugando a las escondidas, pero ella no lo entendía, o tal vez no le importaba. Y yo no la culpaba, solo un idiota se escondería y se privaría de apreciar el hermoso paisaje que teníamos ahí, al alcance de nuestras manos.

Yo corrí tras ella, también acaricié el pasto y las flores, fue inevitable y reconfortante, se sentía como un beso la naturaleza sobre mis manos, como diminutas caricias sobre cada célula de mi piel.

Sophie corría y corría y yo la seguía. Con creciente alegría en mi corazón. Hasta que arriba, tan alto como las estrellas en el cielo, su figura se desvaneció al final de la colina. Seguí su camino y la encontré, sentada sobre una roca, las flores se arremolinaban a su alrededor, como alabando su presencia, floreciendo por su feliz existencia. Posó su vista en mí y me invitó a tomar asiento junto a ella.

—Creí que jugaríamos a las escondidas, ¿Por qué no te escondiste? —indagué, con la respiración agitada y el sudor corriendo por mi frente y mis mejillas.

Ella despegó su vista del paisaje que estaba mirando, y fijó sus ojos sobre mí, el río color chocolate en su mirada era oscuro y brillante, la redención del color mismo. Un latido después, en medio de un parpadeo, cambió. De pronto su cara no era la de Sophie, de pronto yo ya no era una niña, era yo de nuevo. Y esa niña frente a mí, también era yo, pequeña y con la piel frágil y aterciopelada.

Mi yo pequeña me sonrió, la inocencia y el alivio señoreando en todo momento, y me respondió en tono amable.

—¿De qué sirve esconderse, Anabette? ¿De qué sirve estar a salvo? Si te pierdes la belleza que hay afuera. ¿Es vivir mantenerte protegida y solo respirar? ¿O es vivir saborear cada buen horizonte con el que tropiezas? —desvió su vista de nuevo hacia abajo, las colinas verdes y brillantes que se extendían por debajo de nosotras.

Vi el cielo, y sus colores, vi sus texturas y olí sus sabores, la naturaleza, la vida, me abrazó con un aroma a mentas y canela, y cerré mis ojos, dejando que la suavidad de la brisa me acurrucara. Y cuando los abrí, ya no había prado, ya no había una niña: estábamos Jeremy y yo, entrenando y dibujando, sanando. Estábamos Daisy y yo, creando un vínculo, una amistad que había dado por sentado no volvería a sentir jamás. Estaban Owen, John y Cárter dándonos apoyo a todos. Todos recibiendo apoyo mutuamente, como pilares indispensables en una construcción, y el mismo viento que me había abrazado, la misma brisa ahora susurraba con la voz dulce y encantadora:

SEMPITERNO: Un Nuevo Inicio [Completa] ©✔️Where stories live. Discover now