Capítulo 11.

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No es mi sacrificio el que te ofrezco. Es el tuyo que te pido, te puedo ofrecer mi vida, pero es una vida corta; te pudo ofrecer mi corazón, aunque no tengo ni idea de cuántos latidos más soportará. Pero te amo bastante para esperar que no te importe si soy egoísta al intentar hacer que el resto de mi vida, sea cual sea su duración, sea feliz al pasarla contigo.
—James Carstairs. Cazadores de Sombras.

Jeremy.

A veces me sorprendía el alto nivel de curiosidad de Anabette, y me preguntaba si era solo curiosidad lo que la movía u otra cosa. De cualquier modo:

¿Quién es su sano juicio sigue insistiendo en una tormenta como esta? Ah, claro, ella por supuesto.

—Bette, deja la paranoia, no era nada. Ya me disculpé por lo de ayer, ¿De acuerdo? No volverá a pasar, lo prometo.

—No, no te creo —parpadeó dos veces.

Y hacía bien en no creerme. Cuando le dije a Elise que quería hablar con ella, estaba decidido a hacerlo, seguir con esa farsa estaba asfixiándome, Anabette no merecía nada de esto.
Pero luego lo pensé. ¿En realidad quieres no volver a verla nunca más? ¿Estás dispuesto a someterla a la agonía de la verdad? ¿En realidad soportaría no volver a oír su risa? ¿Lo digo o me callo? ¿Sigo o me detengo? ¿La verdad solucionaría el problema?

Esa última pregunta me atormentó, porque por más que quisiera, no tenía una solución. Yo no tenía nada que hacer para mejorar lo que estaba pasando.

Sabía que estaba siendo egoísta, pero estaba a la deriva, no había ningún bote salvavidas al cual aferrarse. No había nada. Y estaba esto otro... el sentimiento irrefrenable que había surgido por Anabette. Siempre había parecido linda, una bonita y atractiva persona, pero este tiempo con ella era... había sido diferente, yo me sentía diferente. Quería que ella lo supiera, y si le decía la verdad... no tendría oportunidad de hacerlo. Jamás.

—¿No tienes frío de estar aquí afuera? —ofrecí con una risa.

—¿No me lo vas a decir, verdad? —rebatió ella, entrecerrando los ojos.

—Que buen instinto tienes, Bette.

—De acuerdo. —concluyó.

Asentí, y ella solo se quedó ahí. De brazos cruzados, con la mirada fija en la calle frente a nosotros.

—¿En serio no vas a preguntar nada más?  —eso sí que era una sorpresa.

¿Anabette Allen sin preguntas? ¿Qué seguía? ¿La escritora de Singular con novio? Por favor, esto no podía ser cierto.

Anabette no se inmutó, y mantuvo su mirada fija en un punto aleatorio, en la calle.

—Anabette, te estoy hablando —dije alzando una ceja.

Nada.

Estaba evitando echarme a reír en ese mismo instante, no lo podía creer.

—¿En serio me vas a hacer la ley del hielo?

Respiraba porque era algo obligatorio, aparte de eso nada, creo que ni pestañeaba.

—¿Quieres entrar a la cafetería al menos? ¡Moriremos de frío aquí afuera!

Absolutamente ni una palabra.

—De acuerdo, Allen. Ley del hielo será entonces —accedí.

Desvié mi mirada hasta donde ella estaba mirando. La calle. El tráfico pasaba y pasaba, el agua en la calle hacía olas y olas con el paso de los carros, la brisa era gélida. Las personas se amontonaban fuera de las tiendas, edificios o arboles, o de algo que las protegiera de la fuerte tormenta que se extendía fuera. Era inusual una tormenta estos días.  

Miré a Anabette de nuevo, su delicada figura recostada en una de las vigas del toldo. Había sacado su teléfono. Su pulgar se deslizaba sobre la pantalla, y la luz de la misma iluminaba su cara, su bufanda gris hacía ver su piel mucho más clara, la falta del bronceado era notoria, ella escasamente salía. Su cabello intensamente negro corría como un telón aterciopelado a ambos costados de su rostro, algunos mechones se habían ondulado por el frío y la humedad. Sus mejillas estaban rojas y su rostro estaba tenso.

Ella era preciosa.

Y abismalmente lejos de ser digna de mí.

Ella era inocente. Ignorante e inocente ante los males que la acechaban ¡Era injusto!

Sigue con todo este peso asfixiante, solo evítale un dolor mayor.

Eso era lo que me repetía, todos los días... creo que enloquecería.

Vi a Anabette sacudirse, y una oleada de brisa fría golpeó mis manos desprotegidas.

Debía parar con esto, teníamos que irnos de aquí.

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