El día en el que creí que empezó todo

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Tras cuatro años estudiando con esmero habíamos finalizado nuestros estudios. Íbamos a celebrarlo por todo lo alto. Álex daba un fiestón en su casa. Mi mejor amigo era afamado por ser, precisamente, el más popular de la universidad, aunque sus estudios... Digamos que todavía tendría que esforzarse por sacar las asignaturas pendientes.

«Alcohol, piscina y muchas chicas con las que entretenerse». Era el eslogan de la fiesta. Un tanto cutre y machista, lo reconozco, pero en ese momento solo pensábamos con lo de abajo.

Si pudiera dar un paso atrás y no haber ido a la fiesta, creedme que lo haría. Mi amiga Ana tomó una decisión más acertada: se quedó en casa viendo una película. No le resultaban atractivas las fiestas del Popu. Lo que ocurrió aquel día fue horrible, aunque, si os soy sincero, los hechos que lo marcaron todo provinieron de años antes.

Toda mi vida me había categorizado dentro del estereotipo de chico predilecto: notas envidiables, atractivo ante la mirada de las chicas, mimado por mis padres e idolatrado por mi hermana pequeña, mi bichito.

Quizá merecía lo que me ocurrió. Supongo que las personas que van de sobradas por la vida, creyéndose los amos del mundo, acaban recibiendo su merecido tarde o temprano. Mi caso no fue una excepción, eso os lo puedo asegurar.

Lo que si os puedo revelar es que ese estereotipo no era más que una fachada para protegerme ante la realidad. ¿Creéis que habría conseguido ser amigo del Popu si hubiera mostrado mi verdadera cara? Yo, Marcos Ruiz, era un cobarde, con una autoestima casi inexistente, que siempre necesitaba la verificación social antes de tomar una decisión.

Cuando tenía veintidós años era un niñato sin personalidad cuya mayor ambición en la vida era rodearme de los más afamados.

Esa noche en particular, durante la fiesta en la finca de Álex, cometí terribles actos que sentenciaron el rumbo de mi vida y de otras personas que no merecían un final tan desamparado.

La excusa de la graduación parecía justificar todos los disparates que llevamos a cabo: una ronda de chupitos que se repitió no se cuantas veces. Un baño en la piscina sin control alguno. Y unas ganas incoherentes por creerme el puto amo de la fiesta.

El siguiente paso fue el más estúpido: DROGAS. El Popu me llevó a una habitación privada de su finca. Al entrar no terminé de entender lo qué pasaba. Allí estaba Sarita. Llevaba enamorado de ella desde que empezamos la carrera y la deseaba con una intensidad que no era normal. Había pensado, de forma lasciva, que la penetraba en muchas ocasiones. Sin embargo... una chica como ella jamás se fijaría en alguien como yo. Ella prefería a Álex, o a tipos duros como él. O eso pensaba yo. A veces, nos da por juzgar a personas que no conocemos por su apariencia o por lo que otros han dicho de ellas. ¡Menudo error! ¡No podía estar más equivocado!

Álex me había conseguido una cita con Sarita, la de los pechos grandes.

—Tómate esto, campeón. ¡Esta noche triunfas! ¿Te habrás lavado lo de abajo? —me preguntó con un tono obsceno.

Me sonrojé sin decir nada. Por suerte, tampoco esperó a que respondiera. Me tragué las pastillas que había depositado en mis manos y traté de dejarme llevar por la sensación de éxtasis que me provocaban.

Sarita iba mucho más drogada que yo. ¿Era correcto aprovecharme de esa situación? ¿Estaría a punto de convertirme en un violador?

Vi como esnifaba una raya de cocaína y me invitaba a hacer lo mismo. Dudé en si hacerlo, pero... ¡era Sarita! Tenía que impresionarla. Así que, yo y mi personalidad de mierda cedimos ante los ojos de aquella belleza.

«¡Estúpido! Qué manera más irresponsable de arruinar tu vida», me dije.

De pronto, Sarita se quitó el bikini dejando al descubierto sus grandes atributos, aquellos con los que había fantaseado en mi habitación en tantas ocasiones.

«Qué pechos», pensé en ese momento mientras quedaba hipnotizado por ellos. Era la clara definición de «hunga, hunga».

Y ocurrió, a pesar de saber que no era lícito follar con una persona drogada; a pesar de saber que ella jamás lo habría hecho en condiciones normales, decidí aprovecharme de la situación.

A la mañana siguiente, cuando despertamos, me miró como si hubiera cometido el mayor error de su vida.

—¡No puede ser! —espetó nerviosa y con los ojos fuera de sí.

Pensé muchas cosas: que me iba a matar en cualquier momento o que me denunciaría por violador. Pero no imaginé, ni por asomo, la realidad de su expresión. No lo hice hasta que lo confesó de su propia boca:

—Lo siento mucho, muchísimo. Yo... Esto no debería haber ocurrido. Teng... tengo...

—¿Qué ocurre? Me estás empezando a preocupar.

—Tengo VIH y no estoy siguiendo el tratamiento —contestó, finalmente.

Me abrazó y yo la correspondí asépticamente. Mi cerebro no dejaba de reproducir, en bucle, sus palabras.

Una voz, temible y jocosa, comenzó a reírse de mí.

Tres meses más tarde di positivo. No se lo conté a nadie, me daba una vergüenza terrible, ni siquiera a mis padres. Desde ese momento, cambié, de forma muy drástica, mi manera de interactuar con los demás: dejé de hablar con Álex, la mayor parte del tiempo estaba tumbado en mi cama con la puerta cerrada y me había convertido en el antónimo de «predilecto».

Como podéis ver, solo era un niñato estúpido, consentido y superficial; ah sí, y con VIH.

Los 3 suicidios de Marcos RuizWhere stories live. Discover now