La habitación de la niña sin nombre

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—Papi, papi, Marcos ya se ha despertado —decía la niña pequeña y misteriosa.

Tenía la visión borrosa. Me dolía la cabeza. La almohada estaba manchada de sangre.

Intenté levarme, pero la cuerda tiró de mis muñecas, y de mis piernas. Estaba atado a la cama.

El color de la habitación era azul claro, y había juguetes en el suelo.

Junto a la cama sobre la que me encontraba preso, había otra de menor tamaño. Al principio no quise razonar de lo que se trataba, pero era Fran, estaba enfermo.

Me había atado a una cama en la misma habitación en la que su hija jugaba, respiraba y dormía.

—No tienes que enfadar a papi —me dijo susurrando.

Entonces recordé lo que le pasó a Ana. Lo que le hizo. Recordé sus ojos nacarados petrificarse frente a mi mirada paralizada. Podía incluso visualizar el hilillo de baba que le goteaba mientras Fran terminaba de despojarla de su intimidad. Recordé el tacto de su mano mientras intentaba apretar la mía para que reaccionara.

Y entre esos recuerdos amargos, dolientes, sangrantes y decepcionantes, me recordé la mierda de persona que era.

Los pasos del maníaco se escucharon con vigorosidad. El suelo crujía tras sus pisadas. Su hija corrió rápida hacia su camita, y se tapó hasta la cabeza.

—Viene el monstruo —me susurró antes de salir corriendo, y poner esa cara de pánico.

Él entró por la puerta. Tenía la mirada relajada como el mar en calma, y la sonrisa discretamente pronunciada. Era increíble... ¿cómo podía dormir por las noches, después de lo que había hecho?

—Te dije que tú y yo éramos los únicos en este mundo de crueldad. —Se acercaba lentamente hacia mí—. Yo te amo, formas parte de mí. No sé cómo explicártelo, pero nuestra conexión supera cualquier explicación racional existente. Lo supe desde el primer día que vi tus ojos tristes. Esos ojos que gritaban rabia contenida contra esto que llamamos vida. —Se sentó en la cama. Yo me tambaleé mostrando desacuerdo a sus palabras. Os juro que si no llego a estar atado lo hubiera matado—. Cuando tenía seis años vi cómo mi padre violaba a mamá. Mi mamá era tan buena como la tuya. Me llevaba al cine y me compraba las palomitas grandes, que siempre acababan desparramadas por los suelos imaginarios que yo fantaseaba. Adorábamos el cine. Pero entonces él volvió: el coco, como siempre lo llamé, volvió a casa después de haber estado años viviendo sus borracheras y su vida de excesos. Volvió a casa y me robó a mamá. —Fran comenzó a llorar. Lágrimas de esas que no pueden parar. Lágrimas llenas de impotencia marcadas por el reflejo de un dolor no superado. Nunca hubiera podido imaginar que en el corazón de Fran hubiera cabida para tales emociones—. Mi mamá, Marcos, era tan buena como esa sensación en invierno de cuando caminas por la calle y buscas pasar por esa zona de luz, donde los rayos del sol calientan un poco. Mi mamá era como ese rayo: brillante y protectora. Pero un día, la nube era tan grande que absorbió todo su brillo. La apagó. —Me estaba dando pena. Era un loco, un psicópata, no debería sentir empatía por alguien así. En el fondo, quería que se callara, no podía permitir que ahora la pena de su vida, de su historia, cambiara la imagen que tenía sobre él. Era un asesino—. El cine pasó al olvido. Mi mamá siempre con la cara cubierta del maquillaje que tapaba el abuso. Mi padre saciado de las drogas más duras y terribles que se podían consumir. Y mi hermana, abandonada bajo la sombra de un mundo terrible en el que crecía. No tuve más remedio que dejar de soñar, y abrir los ojos. —Dejó un largo silencio después de esa frase. Se apartó las lágrimas con los puños—. Por eso, Marcos, tienes que darte cuenta tú también de cómo es el mundo. Y recordarte cada día que solo puedes confiar en mí. Yo soy la única persona que te conoce, y que siempre estará a tu lado.

Los 3 suicidios de Marcos RuizWhere stories live. Discover now