Rabia

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Al día siguiente recibí otra visita. La chica misteriosa, la novia fantasma. ¿Qué hacía ahí? Habíamos quedado en vernos exclusivamente en el solar de tierra.

—Me prometiste que volverías a la noche siguiente —me dijo enfadada.

—Como puedes ver... Me surgieron otros planes —le contesté con sarcasmo.

—Íbamos a ayudarnos mutuamente. Íbamos a matar a nuestros demonios juntos. —Y otra vez la palabra «demonios». No me apetecía recordarla. Me estremecía saber lo que mi amigo Fran había hecho con el gilipollas de Álex.

—Yo no puedo ayudarte con eso. Tengo que pasar página, no quiero saber nada más sobre ti, ni sobre Sarita, ni sobre Álex, ni sobre nadie. Tengo que recuperar mi vida. Mi familia, y mis estudios. Después de esto, estudiaré el máster para el que me había preparado.

Ojalá hubiera cumplido esas palabras, y hubiera sido capaz de olvidarme de todo lo demás. Todo lo demás estaba lleno de mierda. Y no me apetecía seguir viviendo en la mierda.

—¿Sabes por qué tú formabas parte de la vida de Sarita?

—He dicho que no quiero saber nada más. ¡Vete! ¡Cállate!

—Eres un maldito acosador. Te pasaste todo el instituto y la universidad acosándola. Mandándole cartas. Persiguiéndola hasta su casa. ¿No te acuerdas? El loco de su padre no recibió bien eso. Y cada vez que tocabas el timbre de su casa, o cada vez que le dejabas una puta carta en el buzón, su padre la castigaba. Le llegaste a mandar hasta diez cartas en una semana. Sarita nunca estuvo enamorada de ti. Nunca quiso tener nada contigo. ¿Quién te creías para insistir y seguir insistiendo? ¿Crees que ser un hombre te daba ese privilegio?

Yo nunca había sido consciente de eso. Me dejaba llevar por Álex. Él me decía que tenía que seguir insistiendo, y que algún día lo conseguiría. Le regalé flores, cartas, joyas... Ella me rechazaba, me gritaba, me pedía que la dejara en paz. Tenía razón, ¿por qué coño no paré? Me daba celos pensar que podía estar con otros... Yo quería que Sarita se enamorara de mí. No sabemos aceptar un «no», creemos que podemos insistir e insistir, sin que haya consecuencias. Y mira si hubo, que la pobre se suicidó con veintidós años, y todo por mi culpa.

—Te dije que no quería saberlo. —Las lágrimas escurrían por la sábana del hospital.

Gina se acercó aún más.

—Sé que no eras consciente de nada. No te juzgo, pero tienes que saber la verdad, para poder perdonarte. Marcharte o hacer como que nada ha pasado no te va a ayudar a recuperar tu felicidad. Tenemos que aceptar lo que somos, y lo que hemos hecho, para poder ser quienes queremos ser realmente.

—¿Y tú qué le hiciste? ¿Por qué consideras que eres tan culpable como yo? —le dije, aún con las pupilas dilatadas.

—Yo fui la última persona que la vio con vida. Fui la última conversación en el infierno de las palabras. Fui el último trago de aire en su mundo. Fui la mecha que estalló la bomba. Fui el impulso que la empujó a la soga sobre la que renunció a seguir viviendo. —Ella también comenzó a llorar.

Y comenzó a retirarse. ¿Por qué? Ahora iba a saber la verdad. Ahora ya no quería que se fuera. Necesitaba terminar de escuchar la historia.

—¿Por qué te marchas? —le dije

Resonó el sonido de sus pasos por la habitación.

—Aún no estás preparado para saber lo que hice. Y las cosas que tú también hiciste pero que aún no te he contado. Recupérate, y coge fuerzas, esta historia las requiere. Algún día nos volveremos a ver, Marcos Ruiz.

Los 3 suicidios de Marcos RuizWhere stories live. Discover now