La chica de la sonrisa bonita

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Sonó el timbre de casa. Habían pasado semanas desde la última vez que la vi. Para ser sinceros, no imaginaba que se atreviera a volver a casa. Era mi vecina, Abigail. Había traído un bizcocho de chocolate con nueces. Me quedé embobado mirando cada detalle de su rostro. ¿Por qué perdía el tiempo haciendo esas cosas? No conseguía entenderlo, pero me gustaba, me hacía sentir especial.

Tenía ganas de conocerla, y poder entrar en su mundo, de saber algo más acerca de ella. Descifrar quién se ocultaba tras sus gestos humildes e inesperados.

Y esa pequeña curiosidad que se convertía en un ligero cosquilleo en mi estómago me hizo sacar un poco de fuerza, la suficiente para creer que aún era posible caminar hacia la felicidad.

Caminar hacia la felicidad es lo que deseamos todos. Creo que a nadie le agradaría la idea de imaginarse saltando desde lo alto de un precipicio contra unas rocas agresivas que parecen reírse de todas tus sombras. Nadie quiere imaginar que su final es un sólido cuadrado negro; aunque lo vaya a ser. Yo no quería imaginar que finalmente acabaría suicidándome sin pena ni gloria. Reconozco que la primera vez que lo hice, cuando me corté las venas en la bañera, estaba cagado de miedo. Pero cuando salté contra las rocas de la montaña, aquella noche helada, y bajo la luz de las estrellas, no sentí absolutamente nada, era inerte como una flauta mal tocada, como una madera vieja con las astillas en punta; era el camino umbroso lleno de peligros que todo el mundo esquivaría en su vida.

Bueno, pues a pesar de que todos sabéis cómo acabará esta historia, y de que mi trauma y depresión crecían sin pausa, me atreví a pensar que aún podía tener un futuro próspero.

Cuando Abigail me entregó el bizcocho, me tomé la libertad, tras la mirada cómplice de mi hermana, de invitarla a cenar. Podía sentir cómo una gota sudorosa recorría mi cabeza, y cómo mi corazón se aceleraba al pensar en una negativa.

—¿Te viene bien recogerme a las nueve? —me contestó mostrándome su sonrisa.

Y qué sonrisa; aviso que esto va a sonar cursi, y que si piensas que el amor es una convención social, podría incluso hacerte vomitar, pero... me perdí en ella. Y tras sus caminos encontré parajes con los que soñaba; me perdí locamente en ella, y allí mismo, asomándome por el precipicio y mirando de reojo su mirada angelical, me enamoré. Sin más. Porque a veces, no hace falta más para sentir una conexión con alguien. Y me la suda gratamente lo que puedan decir los demás. Sé que la mayoría no lo entendería, lo llamarían precipitado, o directamente pensarían que estoy loco, pero me daba igual, ellos no habían vivido mi vida, no habían sufrido mis errores, y su opinión me parecía tan irrelevante como me lo había parecido mi vida años atrás.

Y joder, que tenía derecho a enamorarme y ser correspondido. A enamorarme de verdad. Porque lo de Sarita jamás fue real, solo una idealización que hice de lo que creí querer.

«Sabes que siempre existiré, a no ser que... acabes con el juego», dijo su voz en algún rincón de mi cerebro.

Los 3 suicidios de Marcos RuizOnde histórias criam vida. Descubra agora