El chico que se olvidó de vivir

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Tenía miedo a la reacción de cualquier persona. Me preocupaba, de manera exagerada, lo que pudieran pensar de mí. Miedo a ver una mirada de decepción en aquellos que tenían valor para mí. No era capaz de darme cuenta de que tomando esas decisiones estaba arruinando mi vida.

La voz burlona que apareció aquella mañana, seguía instalada en mi cabeza. Había hecho una mudanza a largo plazo y no había forma de desahuciarla.

Tener VIH a día de hoy no es, ni por asomo, tan terrible como antes. Desconocía el tratamiento y lo único en lo que pensaba era en que todos creerían que era un guarro.

¿Alguna vez habéis tenido esa sensación de vértigo en la que estáis cayendo desde lo alto y, de pronto, os despertáis? Yo la tenía, pero era un tanto diferente: no había nada a lo que pudiera agarrarme y la presión que invadía la boca de mi estómago era tan punzante que, incluso a pesar de ser un sueño, dolía como si estuviera ocurriendo realmente.

Cuando veía mi reflejo en el espejo sentía como si mi alma estuviera siendo devorada por insectos, pudriéndose poco a poco. Recordándome que era un pardillo.

Si me hubiera mimado un poco más y me hubiera preocupado de mi salud mental, tal vez, no me habría precipitado, desde el saliente de aquella montaña, contra las rocas que terminaron con mi vida.

Se me hace difícil recordar: tenía VIH, no una enfermedad terminal. Podría haber tenido la vida que quise de haberlo intentando. Sin embargo, preferí embaucarme en un camino hacia el odio que no me deparó nada bueno. Detestaba a Sarita por haberme transmitido aquella enfermedad de transmisión sexual. La odiaba con todo mi ser.

La relación con mis padres era cada vez más desastrosa. Lo que más me dolía era ignorar a mi hermana pequeña, mi Bichito. En ocasiones se sentaba junto a la puerta de mi habitación esperando a que la abriera. Oía su respiración desde mi cama mientras lloraba en silencio. No quería que me viera así.

El médico que me dio la trágica noticia, me indicó los pasos que tenía que seguir, además de citarme con un psiquiatra para que valorara mi estado emocional. También me recomendó un grupo de terapia de personas que tenían VIH. Luego me habló acerca de la medicación, de que la mayoría de personas con la enfermedad que siguen el tratamiento pueden tener una vida normal y sana.

En ese momento, ignoré todos los consejos que se me dieron y me encerré en una burbuja de negatividad constante.

Mi madre golpeó la puerta de mi habitación.

—¿Qué quieres? —pregunté sin intención de mover el pestillo.

—Tienes una visita —respondió ella.

—Ya os lo he dicho muchas veces: ¡quiero estar solo! Dile a Álex que se vaya a la mierda, que no quiero saber nada de él.

—Cariño, ¿qué te pasa? Llevas así semanas... Me tienes muy preocupada.

Solo quería que se callara e ignorara mi extraño comportamiento.

—¡Déjame en paz!

—Es Sarita, tu compañera de la universidad, insiste en hablar contigo.

Al escuchar su nombre, noté como la rabia gorgoteaba en mi interior gritándome cosas terribles.

¿Cómo se atrevía, si quiera, a pisar mi casa?

En aquel momento, solo veía mis problemas y me comportaba como un niñato malcriado.

Los 3 suicidios de Marcos RuizWhere stories live. Discover now