¿Sarita?

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Antes de que ocurriera aquello solía correr para tranquilizarme. Así que, en un acto racional (no es que tuviera muchos) decidí ponerme unas mallas y una camiseta de tirantes, y recorrer Fuenlabrada de arriba abajo.

Reproducía cómo había avanzado el tiempo y los acontecimientos vividos. Pensaba en que podía haber evitado su muerte. Eso me atormentaba más que cualquier otra cosa.

Llegué a un parque, que estaba desterrado, a las afueras de la ciudad. Me desplomé sobre un banco y comencé a llorar como no lo había hecho hasta ahora. Me deslicé, serpenteando, hasta quedar tumbado sobre la tierra.

«Ojalá pudiera cambiar este dolor interior por físico», me dije.

Ese vacío, que me estrangulaba sin piedad, era el causante de que cometiera error tras error.

Agarré arena y piedrecitas apretándolas con el puño y sintiendo como rasgaban mi piel. Abrí el puño, sintiendo una liberación inmediata, y dejé que la tierra se esparciera hasta desaparecer. Que fácil era liberarse del dolor físico.

No sé cuánto tiempo estuve ahí, ensuciando mi ropa y llorando lágrimas de arrepentimiento. El anochecer me avisaba de que se estaba haciendo tarde, pero no fue eso lo que me alertó realmente, sino lo otro.

El crujir de una rama impactó en mi oído como cuando alguien te grita en el tímpano. Me levanté tan rápido como pude y traté de hallar al culpable de haber intervenido en mi trance.

En un principio no vi a nadie.

«Sería un graciosete», pensé.

Sin embargo, otra pisada nada discreta, me hizo detectar una figura femenina entre los árboles. Pude apreciar el pelo largo, de tono claro, que le sobresalía tras una capucha.

Me estremecí.

Era como ella.

¿O... era ella?

Ese pensamiento no tenía coherencia alguna. Sarita se suicidó.

¡PERO JODER, se parecía un montón!

Salí tras ella, pero se esfumo como si fuera niebla.

El parque, que no era demasiado grande, no tenía más huéspedes que yo y el reflejo de la luna en el agua del estanque.

A pesar de saber que Sarita estaba muerta, un atisbo de duda comenzó a reproducirse, en bucle, como si fuera una cinta de vídeo.

«Deja de decir tonterías», me dije, tratando de disuadir aquello.

Suspiré y retorné el camino a casa.

Entonces, el viento, que rugía en todas las direcciones, pareció intervenir: ¡DEJA DE JUGAR!

Los 3 suicidios de Marcos RuizWhere stories live. Discover now