El huracán

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De pronto, se apagaron las luces de la casa. Se escuchó un golpe que procedía de la parte de arriba. Ana cerró rápida la puerta del sótano. Estábamos totalmente invadidos de oscuridad y de pánico. El sonido de las ratas famélicas sonaba escalofriante.

—Todo va a salir bien, Ana —le dije.

Mi cabeza quería pensar que se trataba del viento, de una rata que había tirado un jarrón antiguo, o cualquier cosa antes de pensar en que Fran estaba dentro de la finca.

Y otro estruendo sonó con eco. Procedía de las escaleras. Quien fuera, había entrado en la casa, y venía directo al sótano en el que estábamos escondidos.

—Yo misma cerré la puerta con llave —dijo con la voz temblando.

Estaba seguro de que era él. Fran era capaz de saberlo todo, de aparecer en todos los sitios, de rastrearnos, de olfatearnos, de hacernos sentir que veía todo lo que hacíamos, que escuchaba todo lo que decíamos, y que incluso nos hablaba aun cuando no estaba presente.

—Nunca deberíamos haber entrado aquí. Esta casa está maldita —dijo Ana con las palabras cortadas por la falta de aire.

La puerta del sótano se abrió brutalmente tras una patada. Estábamos escondidos en un armario gigante. Entre las telarañas y los bichos que vivían allí ahora.

—Ana, Marcos. ¿Qué hacéis? No podéis esconderos de mí —dijo la voz de la locura.

Era él.

Ana controló su respiración mientras lloraba lágrimas mudas.

—Os voy a encontrar —dijo la voz de la sangre mientras golpeaba un palo contra el suelo.

Cogí un trozo de madera que había al lado derecho del interior del armario y se lo entregué a Ana.

—Voy a salir fuera, voy a intentar hablar con él. No dudes en golpearlo contra su cabeza si intenta hacerte daño.

Ella me miró terriblemente asustada.

—Marcos Ruiz, tú y yo tenemos una conversación pendiente —dijo la voz de la muerte.

Abrí cuidadosamente el armario y lo enfrenté.

—Aquí me tienes. Ahora ya sé quién eres realmente, y sé las cosas que has hecho —le contesté mirándolo con vergüenza.

El dio unos pasos cortos, sonreía y tenía sus ojos extremadamente abiertos.

—Siempre has sabido quién soy. Soy tu amigo Fran, el que te ayudó a acabar con tus demonios. Te quité de encima a Álex, te ayudé cuando estabas solo. Soy el único amigo que siempre ha estado junto a ti. Esa zorra de Ana, o la puta de Abigail, no son más que personas pasajeras. No te quieren, no te protegen, jamás te van a cuidar como yo te cuido —decía ralentizando cada palabra, e hipnotizándome con sus ojos. Y de pronto, igual que pasó cuando violó a Sarita, caí al suelo golpeando mi cabeza contra un trozo de madera astillada, dejando mi sangre en el suelo de ese sótano abandonado.

—Ana, dulce Ana. Puedo oler el tufo de tu cobardía desde aquí. Tiemblas y lloras como una niña pequeña tras la puerta de ese armario. ¿Qué podrá pasar ahora? Tu amigo Marcos no quiere ayudarte, porque se ha dado cuenta de que no eres una buena influencia para él. ¿Te imaginas que simplemente me marcho y te dejo ir a casa? Sabes que eso no va a pasar. Podría haber sucedido, si no hubieras vuelto ocho años después a remover las cosas que el tiempo dejó en el cajón del olvido. Imagínate, si no hubieras vuelto, pronto te casarías, serías feliz junto a un hombre honrado, seguirías trabajando en aquello que te costó tanto conseguir, y podrías haber continuado en tu ejemplar vida. ¿A que sí, Marcos?

Lentamente avanzaba hacia el armario. Yo miraba desde el suelo, diciéndome a mí mismo que me levantara y acabara con su vida. Pero era como si estuviera atado, no había forma de avanzar.

Él abrió el armario ágilmente, y Ana se abalanzó, propinándole un golpe en la cabeza que lo desestabilizó. Vino rápidamente a por mí.

—Vamos, Marcos, vámonos —me dijo.

Yo no era capaz de reaccionar. Podía verlo todo, pero era insuficiente.

—Marcos, por favor, podemos marcharnos —me suplicaba.

Fran se levantaba del suelo. Se apartaba la sangre con la mano, y nos miraba con horror.

—Lo siento, Marcos —me dijo Ana.

Ella salió corriendo hacia la puerta. Fran salió tras ella: subía las escalaras rápidamente, había perdido los tacones durante el recorrido. Fran silbaba obras de Vivaldi mientras sonreía.

—¿Dónde crees que vas a ir? —dijo haciendo una pausa.

Ana llegó hasta la puerta. No estaban las llaves. Comenzó a golpearla con el palo. La puerta estaba blindada, y tras cada golpe de desesperación, el palo de madera perdía partes de él.

Fran estaba ahí, detrás de ella. De pie, con la mirada llena de obscenidad, y con la sonrisa más notable que antes.

—Se acabó el juego —le dijo.

Ana gritó bestialmente mientras Fran se abalanzaba sobre ella. La golpeó contra la puerta de la casa. La cogió y la bajó al sótano. Yo seguía ahí, agarrado por los demonios invisibles, viéndolo todo sin poder decir ni hacer nada.

La colocó junto a mí, le arrancó el vestido. Y empezó a violarla. Ana me miraba esperando algo de mí. Yo solo veía la cara de Fran gozar. Empujarla contra la muerte. Desprenderla de su dignidad. Arrancarle la sonrisa en un momento, en un instante letal. La mano derecha de Ana incluso agarró la mía. La sensación de sentirme caminando hacía el infierno fue más evidente de lo que había sido todos estos años, y las ganas de querer morirme fueron tan crecientes que lo único que podía pensar era en meter mi cabeza en una soga. En la soga que había estado rondado por mi vida durante todos estos años.

Los ojos de Ana se congelaron como si fueran un iceberg, y cuando Fran casi había acabado, eyaculó sobre su cara y su cuerpo. Eyaculó el semen de la muerte, podrido y envenenado de perversión.

Después cogió un cuchillo grande y le rajó el cuello. No pude evitar vomitar.

A la mañana siguiente, su cabeza colgaba de la habitación de Álex. La había perfumado con su colonia, y le había escrito en la frente la palabra: Zorra.

Los 3 suicidios de Marcos RuizDonde viven las historias. Descúbrelo ahora