La amiga que perdí

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Ese día tuve una visita que añoraba. La había estado esperando desde que me marché, y había perdido todas las esperanzas de que fuera a efectuarse.

—Hola, Marcos, ¿cuántos años han pasado? —preguntó Ana dándome un fuerte abrazo.

Ana había sido mi mejor amiga de la universidad. También de Álex. La última vez que la vi fue en el entierro de Sarita. La vida no le había ido tan mal. Había terminado el máster de arquitectura, y se encontraba trabajando en una empresa reputada. Tenía una relación estable de más de tres años, y pronto se casaría. Me daba envidia. Era la vida que pensaba que iba a tener. Y volví a pensar que ojalá me hubiera quedado en la biblioteca estudiando la noche de la fiesta... ¿Cómo puede una decisión tener tantas consecuencias? Si no hubiera ido a esa fiesta, si no me hubiera acostado con Sarita no habría contraído el VIH, no me habría portado con mi familia como si fuera un cabrón, mi padre y mi madre no se habrían divorciado, y seguramente mi madre no tendría el cáncer que estaba acabando con su vida. Mi hermana habría seguido siendo tan buena estudiante como lo era antes de ese día, bajo el cariño de una familia unida. Tampoco habría conocido a Fran, y no le habría alentado sobre lo hijo de puta que seguía siendo Álex, y entonces, seguro que no lo habría matado. Tampoco habría gritado a Sarita esa noche, y quizás ella y Gina seguirían juntas, viviendo lejos del pervertido de su padre, y teniendo una oportunidad verdadera de ser felices. Fijaos bien en las consecuencias que tienen nuestros actos... Y todo por no habe­rme quedado en la puta biblioteca con Ana.

—Me alegro de que hayas podido cumplir todos tus sueños. Es lo que te mereces —le dije.

—Ay, Marcos —suspiró—. ¿En qué momento te olvidaste de quererte? Nunca llegué a entender por qué, de la noche a la mañana, cambiaste radicalmente. Eras mi mejor amigo. Y un día ya no querías saber nada de mí. ¿Qué te ocurrió?

Ella tenía razón. Cuando me diagnosticaron como seropositivo, tanto ella como Álex me visitaron en varias ocasiones, y no les recibí. Los eché a gritos. ¿Cómo iban a entender nada? Y por primera vez lo dije, sin importarme nada.

—Me acosté con Sarita, y me contagié de una enfermedad de transmisión sexual: tengo VIH. Después de la fiesta en la finca de Álex, ocurrió. Por eso me inhibí. No sabía qué deciros, no sabía ni qué decirme a mí mismo.

Ana me miró sintiendo pena. Y eso era justo lo que quería evitar: esa maldita mirada de compasión. Ya era tarde para eso. No necesitaba que nadie tuviera compasión conmigo

—Tengo entendido que hay caminos y tratamientos para combatir esa enfermedad —dijo Ana intentando ayudarme. Pero llegaba ocho años tarde...

—Ana... Ha pasado mucho tiempo. Y me han pasado muchas cosas. Ya todo me da igual, no se puede volver atrás. He perdido la ilusión de vivir. Creo que si volviera a intentar cortarme las venas no saldría nada de mi piel.

A Ana no le gustaba mi manera de hablar. Le incomodaba; no sé qué esperaba encontrar.

—Deberías salir, apuntarte a alguna actividad. Tenemos treinta años... Aún puedes superar esto. Puedes contar conmigo para lo que quieras. Si lo hubiera sabido antes...

¿Apuntarme a alguna actividad? Qué tontería. Todo eso me la sudaba rotundamente. Menuda porquería de solución me ofrecía la que había sido mi mejor amiga. Llevaba ocho años viviendo en soledad. Unas simples palabras gratuitas y fáciles de decir no iban a cambiar nada. Ella se iría a casa y continuaría su camino lleno de felicidad. Y yo cerraría la puerta de mi casa y volvería a las sombras del infierno.

—Ana, ¿por qué has venido?, ¿por qué ahora? —le pregunté cortante.

Había aprendido una cosa nueva: ya no me importaba tanto lo que pensaran los demás. Ahora era directo y frío. A veces, hasta un poco incómodo.

—Vine para invitarte a mi boda. Y...

—Y...

—Y a preguntarte si recuerdas a Álex. —Cómo no iba a recordarle. Más de lo que ella se imaginaba.

—Álex murió. Hay que dejar a los muertos en paz —le contesté.

—A Álex lo mataron a sangre fría —contestó cortante. Y en ese momento me di cuenta de una cosa que no había visto hasta ahora. Lo noté en su voz. Qué ciego había estado.

—Tú estabas enamorada de él. Siempre lo habías amado. Por eso lo aguantabas. Por eso preferías no acudir a las fiestas en las que se desataba con todas las chicas.

Ella respiró profundamente. Una lágrima fina recorrió su tez.

—Sí, lo amaba...

»Lo amaba como nunca amé a nadie, como si no existiera otra persona en el mundo. Creo que debo marcharme.

Me dio la invitación en la mano. En cuanto salió por la puerta la arrojé a la basura. No iba a ir a su boda. Pero reconozco que el descubrimiento de esa verdad me impactó. Ana había estado locamente enamorada del capullo de Álex. Y ese pequeño detalle, quizá, también podría haberlo cambiado todo.

Los 3 suicidios de Marcos RuizWhere stories live. Discover now