La charla

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A la mañana siguiente, me volví a tomar la pastilla. Había tenido un sueño, y me había visto feliz en él. Quizá todavía estaba a tiempo de quererme. Se me pasó por la cabeza la ligera idea de ir a una de esas charlas de VIH. Me daba vergüenza, pero algo dentro de mí me decía que era una buena idea.

Pasé por la habitación de mi hermana, le di los buenos días, y un beso en la cara. Ella me echó una sonrisa gratificante. Después bajé al patio e hice lo mismo con mi madre. Sus ojos verdes estaban tristes. Y ya se había fumado al menos cinco cigarros esa mañana. Me dolía verla así. No podía evitar sentirme culpable. Por eso tenía que ir a la charla... Tenía que poner de mi parte para salir del bache, y dejar de ser una carga pesada. Tenía que colaborar con mi familia, y volver a demostrarles que seguía siendo el mismo de siempre.

Qué positivo estaba esa mañana... ojalá siempre hubiera sido tan positivo... Luego me acordé de Gina. La chica de la otra noche. La misteriosa mujer que me perseguía, y que parecía saber todos mis secretos. Recordé que había quedado con ella cuando atardeciera en el mismo lugar de la última vez. Qué incógnita... Y ahí rememoré de nuevo a Sarita. Me agarré la cabeza con fuerza: ¡no puede ser! Había recordado algo de esa noche. ¿Por qué estaba Sarita gritando? ¿Qué había pasado? ¿Había alguien más con nosotros? Empecé a sentirme agobiado de nuevo. No podía hacer un montaje exacto. Tenía muchos agujeros negros. El grito se reproducía constantemente. El grito que la llevó a la soga.

Iba caminando por la baldosa. Intentando dejar de pensar en ese efímero recuerdo. Centrándome en llegar al lugar que me habían indicado. Iba decidido a ir a una de esas charlas. Tenía dudas. Pero no iba a dejar que las dudas volvieran a decidir por mí; no hoy.

Lo cierto era que tenía miedo. ¿Cómo iban a mirarme cuando les contara lo que hice esa noche? Pensarían que era un pervertido. Seguro que sus historias eran más profundas que la mía... Y cuando me quise dar cuenta había llegado. Tenía los huevos casi en la garganta. Y unas ganas inmensas de salir corriendo. Supongo que pensaréis que me fui. Es lo que toca... pero increíblemente entré. Casi llorando, sudando y con una ansiedad que me empezaba a ahogar.

Había una mujer que organizaba la charla. Me invitó a sentarme a su lado y me dijo que no hacía falta que dijera nada si no quería, que escuchar también era una buena opción, y que mucha gente prefería eso. Yo estaba tan nervioso que aunque hubiera querido hablar solo habría podido chapurrear frases sin sentido.

—Hoy me han dado los nuevos resultados. El médico me ha dicho que mi carga viral es indetectable. —Todo el mundo aplaudió—. Ha sido un proceso difícil para mí. Todos sabéis cómo llegué aquí, cagado de miedo, pensando que mi vida estaba arruinada. Todos me acogisteis sin juzgar y me disteis la oportunidad de descubrir que el VIH no mata; pero la sociedad sí. —Tenía la sensación de que ese chico podía ser mi «yo del futuro»; era una buena opción. Si él lo había superado, quizás yo también podía hacerlo. Todos aplaudieron sus palabras. Y cada uno de ellos empezó a hablar, a contar experiencias, y a decir lo feliz que se sentía. Yo también quería sentirme como ellos... Tenía derecho... Tenía derecho a sentirme como él, o como ella, o como el que se sentaba a mi derecha, o como el que se sentaba a mi izquierda. Bueno... como ese mejor no, que tenía algo en la mirada que no me gustaba nada, pero, sin embargo, no podía dejar de mirarlo.

Y lo volví a mirar.

Y conforme la charla avanzaba, mis ojos volvían a clavarse en los suyos.

Y de pronto, él me miró también.

Sentí un escalofrío horripilante. De los que te ponen los pelos de punta. De los que te hacen salir corriendo.

Y en ese momento, tuve la sensación de conocerlo... Qué raro.

Cuando terminó la charla me sentía un poco extraño. Me había gustado escuchar que aún podía existir un camino para mí, al igual que existía para ellos. Pero... no sé.

Después se acercó Mara, la mujer que dirigía las reuniones, y me preguntó qué tal había estado. ¡Qué simpática era! Eso era porque no conocía mi historia con Sarita. Qué pesado soy... ¿Os dais cuenta de toda la importancia que le daba a la opinión de los demás? Tenía casi veintitrés años y parecía afectarme más la imagen que podía dar a los demás, que mis verdaderos problemas.

Y lo cierto era, que no estaba triste por tener VIH, estaba agobiado por la reacción de los demás a eso. Es patético. Y así me sentía, afligido, y condenado por mí mismo a ser un cobarde.

Los 3 suicidios de Marcos RuizWhere stories live. Discover now