35². Puedes llorar, amor.

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Escuchar a Eliot llorar y hacerse pedazos entre mis brazos fue una de las cosas más horribles y dolorosas que jamás sentí.

Habían pasado cuatro horas, Eliot se encerró en la habitación y no abrió desde entonces.

No ha comido nada.

No ha dicho nada.

No ha salido para nada.

Volví a tocar la puerta —Eliot, traje un emparedado de queso... y Coca-Cola...

Tata acarició mi espalda —No abrirá.

Apreté la bandeja en mis manos —Ha llorado toda la tarde.

Artur se separó de la pared y me miró con un gesto de tristeza, con su acento francés marcado me dijo: —Hemos visto a Eliot llorar por días.

Tata suspiro y dijo —Vamos a la cocina linda...

Observé la puerta cerrada delante de mí, no iba a abrirla. Fui con Pilar y Artur a la cocina.

—Cuando murió su abuelo Eliot lloró por días, gracias a Dios su madre estaba con él, lo hizo sentir acompañado, le dijo que todo estaría bien y él pudo pasar el suelo bien —me contó Pilar.

Artur se sentó a la mesa y yo hice lo mismo, él añadió —Pero cuando su madre murió Eliot se aisló... por días.

Pilar asintió mientras apagaba una tetera —Fue muy difícil, pasaron dos meses y fue comprensible, estaba solo. Bueno, nos tenía, nos tiene a nosotros pero —suspiro—, lo amamos y él a nosotros pero no sé compara con el amor que su madre y su abuelo le mostraban.

Imaginar que Eliot estaría ahí dentro llorando, solo, aislado de todos era horrible.

—Pero tú estás aquí —artur me sonrió—, hija Eliot te ama. Solo dale tiempo, no es fácil perder a un ser querido.

Bajé la mirada —No puedo entender cómo es que todo lo que ama se desvanece.

Artur y Pilar no respondieron.

—Es como si la vida no estuviera conforme con todo el dolor que ha tenido que pasar.

Fue entonces cuando la puerta de la cocina se abrió, era Harold, llevaba un shorts corto con estampado de Bob esponja y un abrigo rosado con capucha. Venía bostezando y en la mejilla tenía la marca de la sabana.

—¿Hola? —dijo con la voz ronca, también algo extrañado al vernos ahí.

—Hola muchacho —le dijo Artur.

—Hola dulzura —le dijo Pilar.

Harold me miró —Eliot no ha querido abrir la puerta —le informé.

El castaño caminó hacia la nevera —Pasó algo malo, es normal que quiera estar solo... —sacó un galón de jugo y luego lo sirvió en un vaso.

—Sí, lo sé. Pero lo que queremos es que coma algo.

Se giró hacia mí —¿No ha comido?

Señalé la bandeja sobre la mesa con el emparedado.

—Le llevamos sopa, pasta, su platillo favorito y luego este emparedado pero no abrió la puerta —respondió Pilar.

Harold se acercó y tomó el emparedado y le dió una mordida —Bueno... ¿Su platillo favorito?

Asentí con un vacío en el pecho —Blanquette —pronuncie en perfecto francés luego de mil intentos.

Harold se sentó a la mesa con nosotros —Denle tiempo... Había perdido a su abuelo, luego a su mamá y ahora a Saimond, era un niño. Y estaba muy apegado a él.

Cartas con destino al cielo ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora